lunes, 27 de febrero de 2017

ESTO TERMINA ASÍ


       Otras veces me imagino volando por la estratosfera con mi traje de astronauta, observándolo todo desde las alturas como un metafísico de la existencia. Distingo entonces –creo distinguir, quizás intuyo– la vida en todas sus formas, la curvatura del planeta, la soledad y el frío eternos. Cualquier fallo de dirección, por leve que fuese, podría precipitarme sin más al espacio exterior, así que trato de someterme al rumbo prefijado, a la dictadura de las coordenadas. En vano. Porque sólo con pensar en la posibilidad de un vuelo libre transformo cualquier riesgo en otra posibilidad, en aquélla que posibilite todo lo posible. Y así, sin más, de repente y sin saber cómo, me encuentro desarmado y perdido, flotando en la nada, enfrentado al vacío –un vacío que sin embargo me resulta familiar, un vacío hecho de cosas que conozco: la falta de guijarros, la falta de raíces, la no menos importante falta de bichos, la ausencia de todas esas cosas que una vez imaginé que imaginaba cavando una gruta subterránea, mi colección de naderías inservibles–. Al fin comprendo, o me esfuerzo en comprender, que nada nunca es nada exactamente. Lo comprendo y lo asumo, enfundado para siempre en mi traje de astronauta.
       Y sin embargo, el vacío.