lunes, 13 de febrero de 2017

ERA ESE RELATO


       Era ese relato, el relato entre cuyas páginas, al fin, usted creía haber enterrado la potencial semilla de la genialidad; un relato fatalmente enemistado con el contenido y la forma del libro en que usted trabajaba, una narración abocada a la soltería literaria, al rechazo por parte del resto de relatos, que, sabiéndose muy inferiores a ése, no aceptaron otra solución sino expulsar al renegado, al insolente, al puro, de la colección que ocupaba. Y usted, resignado, infinitamente dolido, no tuvo más remedio que encerrarlo en un cajón. Era ese relato.
       Cuando años más tarde releyó ese relato sublime, cuando decidió mostrárselo a sus mejores lectores, sus íntimos, cuando éstos dictaminaron que ese relato estaba, sin lugar a dudas, destinado a engrosar por derecho propio las páginas de su último libro de cuentos, usted, en un insólito momento de debilidad, a punto estuvo de ceder, de incluir, de restaurar el honor del damnificado: acarició sus cuartillas, las olfateó con delectación, jugó con ellas al escondite y al veo-veo, pero la genialidad nunca lograba esconderse del todo y la originalidad resultaba asaz obvia al menor vistazo. Sin embargo, usted resolvió mantenerse tan firme como aquellas virtudes. El soltero empedernido se negaba a confraternizar con la plebe, y eso era todo. Era ese relato.
       Llegó después la sequía creativa –que más tarde o más temprano testifica, siempre en contra– para decirle a usted que quizás ahora, que quizás entonces era la hora del relato, hora de abrir el cajón por última vez para arrancarlo del olvido, para ofrecerle, si no una tercera oportunidad, sí al menos la posibilidad de la misma. Y volvió a leerlo. Y volvió a gustarle. Y volvió a parecerle un relato extraño, triste, solitario, incompatible con el resto, incompatible con cualquier otra cosa que usted hubiera escrito, que usted fuera a escribir jamás. Y optó por devolverlo al cajón como quien se despide de lo que una vez pudo ser, de lo que pudo haber sido, de lo que acaso algún día sería usted, que por el momento sigue teniendo pinta de todo menos de genio.
       Hace un par de semanas usted tuvo que mudarse –por impago– del piso en que hasta ahora residía con su no-esposa. El piso en el que usted escribió todos sus libros de relatos. El piso en uno de cuyos cajones reposa todavía ese relato perfecto que usted rehusó, a última hora, llevarse consigo a su nueva vivienda. Y ahora (usted, el relato) se limita a fantasear, como no podía ser de otra manera, con lo que pueda pasar el día en que un nuevo inquilino lo descubra, cuando un par de ojos anónimos “lean” esas cinco páginas en blanco seguidas de una sexta sólo parcialmente mancillada con un escueto “YO NUNCA”. El mejor relato que usted haya escrito o vaya a escribir jamás. Era ese relato.