lunes, 6 de febrero de 2017

EL GRITO


       Hacia el fondo de la sala, el grito. Y una señora obesa que huye despavorida en dirección contraria, tropezando en un camino plagado de obstáculos con mesas, sillas y zapatos ajenos, asiéndose la falda, para finalmente perderse entre la multitud, ya en el exterior. 
       ¿Quién grita y por qué? Nadie sabe todavía. Un hombre de mediana edad enciende, misterioso, su pipa de espuma de mar, indaga, pregunta en varios idiomas, ajusta sus anteojos al rotundo tabique nasal, recibe un silencio inmaculado a modo de respuesta. Varios ancianos languidecen en una esquina, sobre una mesa de caoba; ¿alguno de ellos acaso? No; los ancianos lánguidos únicamente gimen, muy raras veces se dignan gritar. Aquel niño quizás, el que esparce sus canicas amarillas por el suelo enmoquetado. Porque los niños sí gritan. Pero tampoco; pues el grito revelaba valores tonales que sólo un buen par de pulmones, plenamente desarrollados, podrían proferir.
       El hombre de mediana edad toma una decisión difícil, arriesgada. Con un gesto indescifrable a ojos del atribulado público, ordena a su fiel lacayo, allí presente, que cierre puertas y ventanas de inmediato y con presteza. La situación deviene al fin clara: nadie abandonará la sala hasta que se aclare el misterio. Un señor con bigote enuncia, previsible, su legítima oposición. Es ignorado y a la postre reducido a manos del lacayo.
       Viaje de vuelta al inmaculado silencio.
       Al cabo de varias horas de intolerable espera, el hombre de mediana edad vacía su pipa de espuma de mar en un caldero grasiento. Después se dirige hacia el fondo de la sala, y allí, tomando posesión de un espacio aún sin dueño, ancla de un golpe al suelo su silla de mimbre. Sonríe con malicia, casi diríase diabólicamente. Toma entonces asiento, posteriormente aliento, y al fin suspira.
       A continuación reproduce el grito, exactamente el mismo grito.
       Algunos, quizás los más conformistas, convienen en dar por solucionado el enigma.
       Otros, acaso los menos cobardes, temen con razón lo que pueda suceder a partir del momento en que el grito se apague definitivamente entre las paredes de la sala.