lunes, 31 de octubre de 2016

RECONSTRUCCIÓN


       Quizás para demostrar que en esto de la reconstrucción de países el empeño en ceñirse a una Hoja de Ruta no es más que una superstición pequeñoburguesa, las autoridades de Buronia (antes Reino de) decidieron rehacer la Capital del Estado sin prestar apenas atención o aun mero socorro a las múltiples ciudades de provincias todavía arrasadas por el hambre y los morteros. Imaginen pues el dudoso espectáculo, la estampa del progresivo regreso a la normalidad aplazada por la guerra, el vaivén de las grúas y el sudor de los operarios de la construcción que se afanan en restaurar el orden y los edificios de la Capital. Entre el enjambre de supervivientes, malolientes ellos –como todos los que sobreviven a costa del horror ajeno–, destaca una señora oscura o vestida de oscuro que se esconde de las patrullas ciudadanas en una bocacalle no demasiado estrecha, una señora no menos culpable, no menos inocente que el resto de damnificados, señora observadora y aparentemente inerte que aguarda la puesta de sol para llevar a cabo un plan cuyo fin ignoramos. Imaginen además que el día, fiel a su juramento, cede su lugar a la noche de los operarios dormidos y los bloques de hormigón exentos de vigilancia, y cómo esa señora oscura, doblemente oscurecida por la falta de farolas, primero duda, después echa a andar y más tarde se interna ya con sigilo en el edificio en ruinas más cercano a la bocacalle que, horas atrás, tan convenientemente le sirvió de guarida.
          Interpreten.
       La señora quiere un bloque de hormigón, claro; la pobre señora pobre de provincias necesita un pedazo de realidad material con que tapar algún boquete inoportuno (la metralla), un poco de maquillaje contra el viento para una casa que seguramente ya no lo es tanto y que quizás, a falta de una cuarta pared en condiciones, debería abandonarse sin remisión y con resignada nostalgia. Ya ven: la vieja historia de los perdedores de la Historia vieja, los anónimos, los provincianos, las señoras y los boquetes oscuros, las vidas y las verdades pequeñas, doblemente oscurecidas por la oscura necesidad de ser recordadas, esa necesidad que tanto y tan bien atrae la atención de los académicos más comprometidos. Pero síganme, se lo ruego, no aparten su mirada de la señora que, creyendo portar un amuleto singular y desproporcionado, antídoto de boquetes, echa a correr entre ruinas y cascotes, con zancada traviesa, levemente amortiguada (va descalza), la señora que de cuando en cuando y sin detener su marcha alza la vista asustada hacia las alturas, hacia el peligro que supondría en estos momentos un vigilante insomne (¡figúrese!), atento, armado, apostado en la azotea de algún edificio cercano, alguien que, como yo, como usted, como cualquiera que alcance a comprender y aun perdonar los caprichos de un destino oscuro e ineludible, no puede permitirse el lujo de hacer la vista gorda estando de guardia, porque en tal caso a ver cómo explicamos mañana que falta un bloque de hormigón de los de importación, de los buenos, sí, de los caros, a ver quién le cuenta al jefe, alguien que (por qué no decirlo) también echa de menos, sin saber muy bien por qué, la figura de un monarca incomprendido y cruelmente asediado por el populacho ignorante, presumiblemente encarnado aquí y ahora por una señora oscura que huye como sólo huyen las ratas, cuando todo está perdido, en mitad de la noche, a través de la mirilla recién calibrada de un rifle de asalto extraordinariamente preciso (primer francotirador de mi promoción) que, como todos los rifles de asalto de este mundo, muchas veces acierta y otras incluso mata y no es menos inocente ni tampoco menos oscuro.
        Ahora dejen de interpretar y escuchen:
       Así escribimos la Historia, con razón o sin ella, quienes velamos por la seguridad en la reconstrucción de la Capital de Buronia, donde señora es solamente señora, Jefe es sobre todo Jefe, hormigón es capital invertido y servidor es padre de familia numerosa con no menos numerosas deudas de juego. Y con esto y apretar el gatillo, si ustedes me lo permiten, quedará todo dicho.

lunes, 24 de octubre de 2016

PUNTO IMAGINADO


       Usted sabe –cree, intuye o simplemente no ignora– que existe (ha de existir) un punto imaginario en el que confluyen el relato, el poema y el ensayo. Ese punto le parece, además, una digna meta hacia la que dirigir su voluntad creadora, sus palabras, sus tercas ambiciones. Lo imagina encerrado (usted, el punto) en el centro exacto de un triángulo equilátero, un punto referencial acostado encima de otro punto perfectamente equidistante, neutro. Inmóvil (usted, el punto), imagina el movimiento de ese punto imaginario que, a fin de respetar los designios de la perfecta convergencia, sólo puede desplazarse verticalmente hacia arriba, hacia los improbables ojos imaginarios que contemplan desde fuera el triángulo que lo acoge. Si tuviéramos un plano, piensa usted, el movimiento de ese punto podría representarse aumentando sucesiva y progresivamente (fig. 1, fig. 2, fig. 3, etc.) su circunferencia: la ilusión del punto que se acerca a uno, a un-otro que obviamente no es, no puede ser usted, pues usted ocupa el centro a ras de triángulo. Imaginemos que los imaginarios ojos de ese un-otro imaginario que contempla el no menos imaginario punto ascendente en el centro del triángulo imaginado son dignos de confianza: ¿Qué verá ese otro? ¿Qué verá que usted no podría ver en modo alguno desde su posición? En efecto, un punto que crece. Pues bien: ese punto imaginario, al ascender, ese punto que visualmente se desparrama en el interior del triángulo hasta tocar simultáneamente sus tres paredes, sus tres lados –relato, poema y ensayo–, debe detenerse precisamente entonces, en otro punto imaginario, un punto que –usted asume– no le es dado contemplar, estando como está abajo. Debe, por lo tanto, confiar en los ojos imaginarios de ese-otro, alguien que se digne gritar “¡Alto!” desde arriba, antes de que el punto ascendente termine por devorar, a lo ancho y en perspectiva, los tres lados del triángulo, volviéndolo totalmente inservible (a usted, al otro, al punto, al triángulo).
       Es la única vía posible.
       Usted nunca hubiera pensado que la existencia del punto imaginario en el que confluyen el poema, el relato y el ensayo pudiese depender de los ojos de nadie. Finalmente tendrá que replantearse la naturaleza, la dignidad de su imaginaria meta, de su punto imaginado, de su lector improbable, y asumir que imaginar ese punto es también lanzar una plegaria o un sordo grito de socorro.

lunes, 17 de octubre de 2016

LAS PERSONAS NORMALES


       Tanto tiempo sin escribir no puede ser bueno, me digo. Desde que el psiquiatra me recetó aquellas pastillas –hará mañana un par de meses– soy incapaz de relacionar imágenes, pensamientos, ideas o recuerdos; no digamos ya trasplantarlos al papel. Es cierto que los ataques de pánico han remitido, y que tampoco he vuelto a tener pulsiones suicidas, pero mi actual agrafía, aun lejos de suponer una fuente de angustia, sí empieza a resultarme vagamente incómoda. Pienso en la escritura como en un amigo que se pierde por culpa de nadie, un amigo que se esfuma sin más, sin despedirse y sin haberse muerto.
       Una vez por semana el doctor Castro trata de tranquilizarme al respecto: es perfectamente normal, me repite una y otra vez, “per-fec-ta-men-te”, dice marcando cada sílaba como si su verdadero propósito fuera enseñarme a vocalizar como es debido. Que los tranquilizantes esto, y los antidepresivos lo otro, y que hay que tener paciencia y háblame de tu madre. Y sonríe: perfectamente normal, dice, como si la normalidad tuviese el legítimo derecho a alcanzar alguna clase de perfección. Perfectamente estúpidos, en tal caso, el doctor y yo; él en su perfecta condescendencia, yo en mi perfecto bloqueo mental –pagando además, perfecta y religiosamente, nuestras perfectamente inútiles sesiones–.
       Si sigo viniendo aquí, a su consulta, me digo, es porque el haber dejado de escribir supone para mí la enésima oportunidad de aprender a hablar, a comunicarme con los demás, los que no quieren o no saben leerme, las personas normales. El doctor Castro es en este sentido –y a pesar de ser psiquiatra– un gran orador; sus palabras, sus construcciones sintácticas (lentamente desgranadas en su mente, sólo posteriormente proferidas) me convencen no ya de que podré curarme algún día, sino de que el lenguaje hablado posee cierta belleza, una belleza atávica, platónica, no-escrita. Yo me limito a decir “Sí”, a decir “No”, aguardando el momento en que la maestría de mi involuntario profesor se traslade, al menos en parte, a mi deprimido cerebro, a mi pensamiento mudo y ágrafo.

       No es verdad; seré sincero: si sigo aferrado a la periodicidad de la consulta es sencillamente porque el doctor Castro me recuerda físicamente a Pessoa.

       Anduve obsesionado con Pessoa incluso antes de ingresar en la facultad de Filología; me apasionaban los heterónimos, la posibilidad de ser varias personas, varios autores, voces variantes, pensamientos encontrados e irreconciliables. Quise aprender portugués tan sólo para difundir su palabra en versión original, plantado, por ejemplo, en el centro de alguna plaza especialmente concurrida, dando voces como un loco. Y si la misión era volverme efectivamente loco, entonces estamos bien cerca de cumplirla, me digo en primera persona del plural, dirigiéndome sin duda a mis todavía inexistentes heterónimos. El doctor Castro, como de costumbre, parece convencido de que estoy hablando con él. Pobre hombre. No sabe que él es Pessoa y que Pessoa nunca es igual a sí mismo. Mi psiquiatra nunca es la misma persona, pero al menos presta atención a lo que digo y me invita a seguir hablando.
       Mientras trato de explicarle que nada está más lejos de mi intención que penetrar el cuerpo fofo y arrugado de mi madre, las facciones del falso doctor Castro empiezan a transformarse en las de Alberto Caeiro. No es lo habitual, me digo, no en mitad de una sesión. Me quedo un rato en silencio, admirando sus ojos profundos de pastor, sus manos callosas y ennegrecidas por el sol y la mugre. Que a qué viene mi mutismo repentino, dice. Tiene narices que me lo diga precisamente él, el poeta de las cosas pequeñas y simples, cuando nada hay más simple y sencillo que el silencio. Debería comprenderme, comprender a todos los que están intentando aprender a hablar como las personas normales. Caeiro hubiese sido un gran psiquiatra, le digo, aunque estoy bastante seguro de que el doctor Castro desconoce al heterónimo que se ha apropiado de su cuerpo y que seguramente le queda demasiado grande.
       Me encuentro más a gusto con Ricardo Reis, le digo, pero el falso Pessoa está ahora muy ocupado tratando de abrirme la boca para depositar bajo mi lengua una pastilla grande y azul. Con Ricardo las cosas –las paredes húmedas de la consulta, los gráficos y los cuadros– rebosan solemnidad y Verdad. Aguardo la lucha a muerte, el momento en que Caeiro sucumba al poder de las palabras nobles ante el alumno aventajado. Parece ser que me he puesto violento hace un rato, eso me dice alguien; los efectos de la pastilla desdibujan parcialmente el rostro de Reis, Castro, Caeiro o Pessoa. Estoy respirando por la nariz; la boca cerrada y pastosa, como un pozo sellado con cemento, se llena de saliva amarga. Mejor así ¿verdad?, dice. La Verdad; ¡lo sabía! El psiquiatra que tampoco conoce a Ricardo Reis acoge en sí al Poeta de todos modos. Pero cuando empiezo a acostumbrarme a sus recién estrenados rasgos –a las bondades del sedante–, creo intuir la inminente comparecencia de Álvaro de Campos.
       Nunca habíamos tenido una sesión tan intensa, me digo –nos digo–. Usted cree ser el doctor Castro, un hombre que básicamente escucha, pero en realidad resulta que es usted Pessoa, un poeta muerto que ya no escribe. El problema es que si ni siquiera Pessoa era únicamente Pessoa, luego usted tampoco puede serlo. Por eso tiene que conformarse con ser el doctor Castro, que es una invención enteramente suya –nuestra–. Usted no es un hombre leído: es un vulgar psiquiatra. Y yo vengo aquí cada semana no a hablar con el doctor Castro, sino a ver en su cara las facciones que usted desconoce y que a mí me tranquilizan más que cualquier pastilla azul. Usted encarna la Poesía, y viceversa. Por eso vengo. Porque ya no escribo y porque quiero aprender a hablar. Pero reconozcamos de una vez que no me comprende, que no puede hacerlo porque no ha abierto un libro de poemas en su vida. Me temo que nuestras sesiones terminan aquí, como un amigo que se despide sin más, sin despedirse y sin haberse muerto.
       El doctor Castro me observa impertérrito. Ligeramente inclinado hacia adelante, apoya sus múltiples codos sobre la mesa de la consulta. Yo no soy Pessoa, me dice. Y tiene tanta razón como yo, como nosotros… pero ¿acaso existe ya un nosotros? ¿Nosotros? ¡Nosotros! Al fin oigo voces en mi cabeza deprimida; quizás sea la irrupción de la locura, el ansiado advenimiento de los heterónimos, me digo. Mi última oportunidad, la única que jamás haya tenido. En cuanto abandone la humedad solemne de esta estancia, me digo, en cuanto termine de extender el cheque a nombre de Pessoa y coja el ascensor y deambule por las calles como el loco en que me he convertido, intentaré entablar conversación con ellos, con esos otros recién nacidos que ni querrán ni sabrán ser yo, mis queridos heterónimos. Quizás en su compañía pueda reunir las fuerzas necesarias para volver a escribir, para aprender a hablar, para dejar de volverme perfectamente cuerdo. Sería fantástico, sobre todo, poder relacionar pensamientos, imágenes; hacerlo otra vez, pienso, y de repente, sin más, sonrío. Como las personas normales.

lunes, 10 de octubre de 2016

HOMBRE MALO


       En el piso de abajo vive un hombre malo. Nunca me he cruzado con él –ni en el ascensor, ni en el descansillo, ni en el portal, ni en los buzones–, pero puedo oírlo cada noche, a partir de las tres de la madrugada. De ese hombre al que no he visto sólo puedo decir que se ríe y que folla como un hombre malo, con carcajadas estentóreas y blasfemias humillantes (respectiva y simultáneamente), y por eso infiero que se trata de un hombre malo. Pero quizás he ido demasiado lejos; y no porque el hombre pueda no ser malo (cosa que dudo), sino porque tampoco tengo constancia de que viva realmente en el piso de abajo, pues bien podría darse el caso de que solamente acuda aquí para reírse y follar con nuestra vecina brasileña –con ella sí me he cruzado un par de veces en el ascensor–; así que corrijamos:
       En el piso de abajo hay –al menos entre las tres y las cinco de la madrugada– un hombre que folla y se ríe como un hombre malo. Mi pareja cree que no es malo, que se trata de un juego erótico, que tanto la risa como las vejaciones verbales y físicas (los golpes) que oímos forman parte de su peculiar ritual de apareamiento. Yo creo que el salto desde “no es necesariamente malo” hasta “no es malo” es demasiado arriesgado, y también creo que la muele a palos noche tras noche sin compasión ni decoro. Puede decirse que en este aspecto mi pareja y yo no estamos precisamente de acuerdo, que cuando oímos colarse a través del suelo de nuestro dormitorio un “¡Te voy a reventar ese puto culo de zorra que tienes!” acompañado de risotadas diabólicas y seguido de un par de (¿tortazos? ¿Azotes tan sólo?), ella infiere un coito responsablemente violento mientras yo contemplo claros indicios de maltrato.
       Mi pareja sí ha visto al hombre; dice que en el ascensor, una vez, con la brasileña, que bajaron juntos en el séptimo; que es un señor canoso, alto, caucásico, corpulento, cincuentón probablemente; y que parece un buen tipo, y que además ella sonreía. Me dice “¡Es que tú ni siquiera lo has visto!”. Pero lo oigo. Vaya si lo oigo. Cada noche imagino, con los ojos cerrados y los oídos alerta, las escenas irrepresentables que transportan los ruidos del Séptimo Izquierda, las aberraciones inducidas por el odio y/o por el deseo de nuestros vecinos. Entonces acuden a mi mente visiones de cardenales y de agujeros, de sumisión forzosa y penetraciones brutales como cuchilladas. La veo a ella, que jamás protesta, que quizás acepta y consiente por miedo, que quizás sea la verdadera maestra de ceremonias –como se empeña en sostener mi pareja– en un affaire desesperado. Pero a él no consigo verlo. Veo (digo bien, veo) su risa de hombre malo, su pene enorme de hombre malo, sus modales de hombre malo, su eyaculación abundante y fétida. Trato de imaginarlo en su corporeidad cruel, siempre infructuosamente. En esos momentos envidio a mi pareja, que tiene constancia de sus rasgos, de su existencia efectiva, mi pareja que ha descartado definitivamente la posibilidad de que sea un hombre malo y se atrinchera en la tesis del sexo reglado como si la mera conjunción de reglas fuese garantía de bondad. La observo durmiendo a mi lado, acostumbrada a los ruidos que han terminado (supongo) por parecerle una nana inofensiva y narcótica. 
       A las cinco de la madrugada, cuando todo ha acabado, me levanto de la cama con sigilo y, preso de algún automatismo ignoto, asalto el cuarto de baño y me masturbo sin ganas, furtivamente, sin saber por qué lo hago, con los ojos cerrados, como lo haría –me gusta pensar– un hombre bueno. Después rompo a llorar y casi consigo ver al hombre malo aseándose un par de metros más abajo. Trato de comprender (en vano) lo que mi pareja asegura haber comprendido y, cuando vuelvo al calor de las sábanas, esforzado en respetar su sueño profundo, palpo a tientas, con delicadeza, la zona inferior de sus braguitas anormalmente mojadas y me digo: “Tiene que ser un hombre malo, un hombre que nos incluye en sus fantasías sin saberlo, un hijo de puta que ha empapado las bragas de mi novia, que quizás la ha obligado indirectamente a masturbarse en silencio, dándome la espalda a mí, al hombre bueno que ha decidido ser bueno porque no quiere o no sabe ser malo, porque le aterra la mera idea de aceptarse y asumirse como tal”.
       Soy un hombre bueno. Me repito que soy un hombre bueno hasta que me quedo dormido y las categorías morales, las bragas mojadas, las masturbaciones en secreto y mi propio carácter dejan de tener importancia. A la mañana siguiente asumo que el hombre malo no tiene por qué ser malo, que quizás el auténtico hombre malo soy yo, pero las dudas comienzan nuevamente cada noche, como un recordatorio fatal, entre las tres y las cinco de la madrugada, mientras mi pareja finge reanudar el plácido sueño de los inocentes.

lunes, 3 de octubre de 2016

IMPOSTORES


       Emilio llega a la conclusión de que nombrar cosas equivale, en cierto modo, a poseerlas. Cuando dice “Jackie” –el nombre de su perro– encierra en un concepto una realidad animada que le pertenece. Cuando se refiere a “Susana” –el nombre de su pareja– sabe que ese vocablo se corresponde con una persona y con una serie de experiencias asociadas a ella. Emilio nombra, y porque nombra conoce, y porque conoce posee. Pero posee únicamente el conocimiento de la cosa que nombra, y quizás no la cosa en sí misma. Es más: Emilio no tendría inconveniente alguno en admitir que el nombre y la cosa nombrada son realidades insolubles, permanentemente disociadas. Dice “Susana”, cierto, pero Susana es para él un perfume, una sonrisa, un leve gesto de la mano izquierda. Hay otra Susana, otro Jackie, que permanecen ocultos a la cognición emiliana. Al otro lado de la puerta se oyen jadeos, gruñidos, una aparente lucha. Emilio podría franquearla y visitar regiones inexploradas de los conceptos previamente acuñados: un perro que es Jackie y no es Jackie, porque su mascota nunca se habría comportado como una alimaña sedienta de sangre; una novia que es Susana sólo en virtud de algunas facciones extraordinariamente marcadas que no acaban de sucumbir a la fiereza de los colmillos. Emilio podría abrir la puerta, pero sólo piensa en el devenir de los conceptos, en cómo estos nacen, se modifican, se falsean, se nombran, se conocen, se poseen. Es entonces cuando llega a una segunda conclusión: al otro lado de la puerta dos realidades designadas luchan evidentemente por sobrevivir; dichas realidades designadas poco o nada tienen que ver con el nombre que las designa o, mejor dicho, han dejado o están dejando de hacerlo. Susana no profiere aullidos. Jackie no roe cartílagos con violencia. Susana nunca golpea las ventanas. Jackie nunca atacaría a sus amos. Y Emilio, que sabe que sólo cuando nombra conoce y que sólo cuando conoce posee, decide que si la cosa y el concepto, lo real y la idea no se corresponden, entonces peor para lo real, peor para la cosa, y aún alcanza una tercera y última conclusión antes de despegar sin miramientos su oreja de la puerta cerrada: que gane el mejor impostor.
       Ganó Jackie.