lunes, 7 de noviembre de 2016

AFUERA LADRABAN PERROS


       La recuerdo pensativa frente al escaparate navideño de El Corte Inglés –sección Libros–, poco después de besarla y poco antes de presenciar, divertido, uno de sus característicos monólogos iracundos; mira, decía, la puta novela negra nórdica para amas de casa aburridas: dos estantes repletos, una decena de autores jugando a ser lo peor de su generación, ¿no es entrañable? Deberías dejarte de hostias y entrarles al trapo, rollo policíaco made in Galiza y que le den a la Literatura. Si no fuera porque también eso se está haciendo, me temo. Y porque resulta todavía más grimoso, claro.
       No convenía interrumpirla cuando tomaba impulso; sobre todo porque corrías el riesgo de perderte otro par de joyas satíricas que ella se guardaría ya para siempre. Nunca dejaba nada para más tarde. Y nada es nada, incluyéndome a mí. Así que, sin mediar palabra y procurando no distraerla demasiado del legítimo objeto de su odio, volví a besarla con cuidado y –me gusta pensar– cierta ternura. Quizás fallé, porque volvió a sumirse en su todavía reciente silencio contemplativo.
       No es tan fácil venderles libros a las amas de casa aburridas, dije –seguramente para reavivar su cólera–; mi madre, por ejemplo, siempre se queja si el ineludible romance no resulta creíble o si la resolución del crimen la obliga a imaginar escenas demasiado escabrosas. No subestimes el paladar de las amas de casa: suelen saber muy bien lo que quieren cuando abren un libro, no son un público tan fácil. Yo sería incapaz de pergeñar una novela por el estilo; haría falta oficio, noches en vela, confección de estadísticas con datos a pie de calle… olvídate, Carmen: mucho curro. Tanto como ahora, pero a cambio de perder credibilidad. Mal negocio, vamos.
       Y mientras tanto te mueres de hambre, Luis.
       No recuerdo si esto último lo dijo ella o lo imaginé yo. Sí recuerdo que volvimos a su piso y que aquella fue la última noche.
       Decir que la quería sería una exageración imperdonable. Ni estaba enamorado de ella ni planeaba estarlo algún día. Pero nos entendíamos bien, y eso no era poco en una ciudad tan pequeña –dígalo, digamos “provincias”, lo estamos deseando–. La amistad se funda a veces, más que sobre filias comunes, en torno a fobias inalterables, y eso es algo que no terminan de entender en Barcelona o en Madrid: el encanto de las pataletas provincianas en las que todo vale porque a nadie importan, porque nadie va a pillarte en un renuncio, porque “nadie” es una palabra que sólo adquiere pleno sentido en la periferia. Pero no íbamos a eso. Íbamos a Carmen, que tampoco me quería.
       Recuerdo que aquella noche, ya en su piso, tras echar un par de polvos rápidos e insustanciales –mero ejercicio físico en buena compañía–, Carmen me preguntó sin mayores rodeos si no me importaría ayudarla a quedarse embarazada. No te asustes, tonto: sólo necesitaré tu semen, dijo sujetando entre sus dedos y blandiendo ante mis ojos, a modo de péndulo, el segundo condón recién atado. Afuera ladraban perros o personas que imitaban a perros, y adentro Carmen esperaba una respuesta.

       Una vez, de niño, mis tíos maternos me llevaron de excursión a una mina abandonada. Cuando nos bajamos del todoterreno me contaron que aquella mina, a la que poco después nos dirigíamos por un sendero de montaña, había sido uno de los más importantes yacimientos de oro de toda Europa. “Oro”, decían. Eso a un niño no se le escapa: oro es riqueza y también peligro; son cosas que uno aprende viendo películas de Indiana Jones. “Pero ya no queda”, zanjaron. Ni siquiera contemplé la posibilidad de preguntar cómo se había agotado; imaginaba sin problemas los excesos y desmanes de civilizaciones pretéritas, onerosas y brutales. Años más tarde descubrí que había sido culpa de los romanos.
       Tras una larga caminata bajo el sol matinal y andaluz, mis tíos se detuvieron frente a la angosta entrada de lo que me pareció una cueva excavada en la roca –“no es una mina, es una cueva”, pensó entonces el niño que una vez fui–. Después se volvieron para mirarme con una sonrisa desafiante que no supe descifrar. Ahora (y sólo ahora) comprendo que aquel niño, su presencia, era una excusa para que dos hermanos muy poco responsables, incorregibles aventureros de andar por casa, se decidieran a llevar a cabo una expedición quizás largamente aplazada y al fin acometida. En realidad éramos tres niños a punto de abrazar la oscuridad de la gruta abandonada, y yo era el único demasiado asustado como para hacerlo.
       Sé que les fallé, de eso no tengo ninguna duda. Apenas franqueamos aquella oscuridad de murciélagos y reverberaciones, el niño dijo basta negándose a accionar el interruptor de su linterna. “No jodas, Luis, con lo que nos costó convencer a tu madre”, dijo entonces uno de mis tíos, humillándome sin contemplaciones. Yo confiaba en ellos, pero aquella confianza tenía sus límites –quizás era el niño el que los tenía–, de modo que, desoyendo acaso por primera vez en mi vida las órdenes de un adulto que no fuese mi padre, di media vuelta hacia el exterior con la absurda esperanza de que mis tíos también lo hicieran. No lo hicieron. Se limitaron a ordenarme que no me moviera de la entrada hasta su regreso; “Tardaremos media hora”.
       Me dejaron solo frente a la cueva, bajo el sol de agosto. Estaba enfadado con ellos, enfadado conmigo, con mi propio miedo insuperable y paralizante. Nunca más, me dije. El límite es un agujero negro en medio del desierto y a partir de ahora sabré reconocerlo cuando se cruce en mi camino, sabré esquivarlo a tiempo o enfrentarlo como un adulto. Pateé unas cuantas piedras, exploré los alrededores sólo para tener algo que contar, algún día, a quien quisiera escucharme. Pensé en la oportunidad de aventura y en la aventura desperdiciada, imaginé las profundidades de la cueva y a mis tíos en la cueva, las burlas de mis tíos en la oscuridad, el oro ausente. Cuando salieron quise decirles que lo sentía, quise disculparme, pero no lo hice. Ellos me mostraron, orgullosos, su botín improbable: apenas unas cuantas piedras con incrustaciones vagamente áureas. “¿Qué has estado haciendo tú mientras?”. Les dije que nada en especial, que sólo esperarlos. Y también que afuera ladraban perros, aunque no se sabía muy bien por qué ladraban exactamente ni si eran exactamente perros.