lunes, 19 de septiembre de 2016

QUERATINA


       De una buena amiga aprendí que uno tiene que cortarse el pelo cuando las cosas salen mal, como si el exceso de queratina en nuestro cuero cabelludo viniese a sumar amargura a la ya de por sí amarga tristeza. En los últimos años recuerdo haber visto, sobre la cabeza de mi amiga, formas imposibles, colores sin nombre, estados de ánimo cambiantes y, a veces, también pelo. Me gustaba el pelo de mi amiga, la ausencia de pelo de mi amiga; finalmente me veré forzado a admitir que también ella –queratina aparte– me gustaba bastante.
       Un día la abandonó su novio; me enteré por un amigo en común, porque ella llevaba varios días sin aparecer por ningún lado. En aquel momento pude haber pensado, egoístamente, que al fin se me presentaba una oportunidad, pero la verdad es que mi cerebro se comportó de un modo aún más ruin, formulando una y otra vez un mismo, único, obvio interrogante. Visité, una por una, todas las peluquerías de la ciudad; las de señoras, las unisex y hasta las de caballeros, porque ella siempre se conducía al margen de convenciones. La búsqueda, infructuosa, me abandonó –a falta de más locales– junto al portal de su casa, el lugar donde –me dije más tarde– debí haberla buscado desde el principio. Lamentablemente tampoco estaba allí.
       Hace un par de días leí en el periódico que había muerto P. J., un viejo amigo de mi padre –médico, como él– que investigaba con cierto éxito en el campo de la oncología y que incluso llegó a sonar para el premio Nobel en algún momento de su carrera (esto último lo descubrí en la necrológica). Constaté que cada vez que leo la palabra “cáncer” no puedo evitar pensar en otras como “quimioterapia” o “calvicie”. También pensé en mi padre, en lo unidos que estaban P. J. y él, y en lo poco que nos vemos nosotros dos últimamente. Quise telefonearlo, soltarle un par de frases sentenciosas y compasivas, colgar y a otra cosa, con la sensación del deber cumplido. Cuando me decidí a hacerlo descubrí que mi móvil no tenía saldo. “Papá”, le hubiera dicho, “Papá…”, pero era incapaz de anticipar el resto de la conversación. Salí de la cafetería en que me encontraba para dar un paseo. A pesar de los numerosos cajeros automáticos que me salían al paso en las avenidas me abstuve de recargar el saldo del teléfono móvil. Pude haberlo hecho. No lo hice.
       Mientras caminaba sin rumbo fijo por el centro de la ciudad recordé que caminar sin rumbo fijo es el único modo de caminar, que si uno se dirige a algún sitio en concreto ya no está solamente “caminando”, sino “yendo hacia”, esto es, determinando la finalidad de su marcha, e ignorando, de paso, que las cosas, los edificios o las personas hacia las que uno se dirige bien pudieran no estar exactamente donde uno cree que están. También recordé, mientras observaba a una pareja de ancianos sentada en un banco –ella consumida, él aparentemente sano– cómo mi tía M. había encanecido por completo en una sola noche, tras haberse enterado del fallecimiento de su primer marido, un señor al que nunca conocí y al que deseé retrospectivamente una muerte lo más indolora posible, pues de alguna manera había sido (o había tenido y perdido la oportunidad de ser) mi tío.
       Creo que nunca me he sentido tan triste, a lo largo de mi corta vida, como durante ese paseo (una tristeza irracional, casi hueca). Mientras me cruzaba con viejos y viejas, señores y señoras, personajes unisex y niños y perros, pensé que la existencia estaba hecha de experiencias de otros, alienaciones en tercera persona que nos catapultan hacia el vacío, un vacío que no es nuestro. Seguí pensando en mi padre y en aquella amiga a la que no he vuelto a ver, en mi desconocido tío postizo y en mi pelo descuidado a la altura de los hombros, luchando por convertirse en melena por derecho propio. Y cuando, tras haber llegado sin saber cómo ni por qué al portal de la casa de mis padres, tras comprobar que no había nadie en casa, ni allí ni en ninguna otra parte –signifique “casa” lo que signifique–, cuando decidí que en realidad no tenía razones fundadas para perseverar en mi propia tristeza ajena, más allá del llanto irrefrenable que me oprimía la garganta con su argolla invisible, me dije “No pasa nada, tranquilo”, me dije “Demasiado largo, eso es todo”, y seguí caminando hasta que entré en la peluquería más insalubre que pude encontrar tan sólo para decirle con lágrimas en los ojos al peluquero “Quiero y no quiero cortarme el pelo, ¿haría usted el favor de ayudarme?”, a lo que éste contestó, incrédulo y con las tijeras en la mano, que no, que lo sentía, que no podía, que eso era del todo imposible.
       Afuera hacía frío y no quedaban portales adonde ir, no quedaban amigas, ni postizos, ni padres, no quedaba nada más que un improbable exceso de queratina en mi cuero cabelludo y el no menos improbable recuerdo de mi tía encaneciendo a la velocidad de la luz en una sola, amarga noche.