lunes, 26 de septiembre de 2016

CIUDAD SITIADA


       Hace meses que no nos llegan cartas de la ciudad sitiada, y empezamos a temer por la suerte de sus habitantes, expuestos a los abusos del ejército invasor. Al tiempo que avanzamos, constantemente oímos hablar, en posadas y refugios, de muerte, destrucción y columnas de humo negro, de banderas bárbaras izadas en los edificios de los pueblos colindantes, ya sometidos. Podrían ser sólo rumores, claro está, propaganda terrorista a cargo o al servicio del enemigo; pero nuestro capitán –que cuando oye “muerte” grita “¡Patria!”, cuando oye “destrucción”, “¡Venganza!”, y así sucesivamente– opina que “las advertencias son las advertencias”, negándose entretanto a verificar fuentes o aclarar posibles tergiversaciones.
       Entre los soldados, cansados y ateridos, empieza a abrirse paso la duda. Dudamos no sólo de las intenciones del enemigo, que jamás ha hecho una declaración formal de guerra, sino incluso de su existencia, porque todavía ninguno de nosotros ha llegado a presenciar manifestación alguna de barbarie. Nos llama la atención, por ejemplo, que los niños no hayan interrumpido sus juegos en los caminos, o que las comadres sigan tricotando sonrientes en los bancos, ajenas al horror que –al menos en teoría– nos rodea. Hace un par de noches un anciano que nos había preguntado si estábamos de maniobras, al contestarle yo que estamos en mitad de una guerra, se limitó a sentenciar entre burlas: “Ustedes, los jóvenes, dan crédito a cualquier tontería”. Parecía muy tranquilo y creo que, en efecto, lo estaba.
       No dejo de pensar que, si el enemigo existe, hará todo lo posible por permanecer escondido, que es la mejor opción de cara a una eventual emboscada. El capitán se muestra conforme con mi análisis y me anima a propagar la tesis entre los compañeros, que en realidad ya no saben a qué atenerse. Mientras, él se pasa las noches en blanco, estudiando planos y mapas complicadísimos, comparando datos y estadísticas de otras ciudades igualmente sitiadas y acaso igualmente inexistentes. Algunas veces, cuando me deja echar un vistazo por encima de su hombro a esos papeles sucios y descoloridos, siento la tentación de señalar con mi dedo índice todas las incorrecciones –ríos imaginarios, montañas inventadas, ciudades quiméricas– que los pueblan; sólo gracias al Todopoderoso consigo contenerme. Y es que en el fondo tengo la sutil, remota certeza de que, si el capitán se enterase finalmente de su desvarío y tuviese, por tanto, que aceptar la verdad, habríamos perdido en un instante toda posibilidad de ganar, no sólo esta, sino cualquier otra guerra posterior, real o inventada.