lunes, 2 de mayo de 2016

PREPROSA POÉTICA


       Usted escribe ese relato sobre la dura niñez de un inmigrante subsahariano en la costa levantina. Después lo corrige sin convicción y decide enviarlo a concurso. Tras resultar ganador de un importante primer premio, opta por publicarlo en una importante editorial. El adelanto económico que le ofrecen es importante. Usted acepta sin darse importancia.
       Algunos años más tarde su relato, que hasta entonces había recaudado pingües dividendos, empieza a ser comentado con cierto desdén en los círculos de crítica literaria de la capital. Causa malestar sobre todo en el campo de la teoría de la literatura, a juzgar por las noticias que usted recibe, ya que por lo visto el uso que usted hace del lenguaje es indisimuladamente conservador en el género. Su nombre empieza a sonar, no ya sólo entre el gran público, sino también entre especialistas.
       Hacia finales de año, un renombrado articulista le menciona de pasada –pero con calculada mala leche– como uno de los principales estafadores del relato en lengua castellana, señalándolo como heredero directo de una serie de escritores que usted detesta. El articulista denuncia que su relato La costa propone “no sólo una ingenua solución al problema de articulación forma/fondo en el relato moderno, sino además –y principalmente– una errónea perspectiva desde la que abordar las relaciones entre sociedad y literatura”. Lo que le molesta a usted (que siempre ha ignorado todo cuanto tenga que ver con críticas destructivas) es que esta puñalada le impide renovar su jugoso contrato con una de las editoriales más punteras del país.
       El año siguiente usted es invitado a formar parte, en calidad de “Escritor Caído en Desgracia”, en una conferencia que aborda la muerte del relato como género popular. Declina la invitación porque, honestamente, no tiene el más mínimo interés en hacer el ridículo. Además, le molesta que algunos colegas escritores –que siempre le han tenido (usted no se lleva a engaño) por inofensivo autor de Best-sellers– empiecen ahora, y precisamente por esto último, a desconfiar de sus planteamientos teóricos, cuando lo cierto es que sus concepciones en torno al relato no tendrían nada que envidiar, ni en calidad ni en complejidad, a las de Ribeyro o Quiroga. Usted no es un mero autor de literatura popular ni un reaccionario. Usted ha escrito un relato tradicional y ha tenido cierto éxito. Si los medios y algunos colegas se empeñan en cuestionar sus méritos… pues qué se le va a hacer. Aguante mientras pueda.
       En marzo de ese mismo año surge, nace, aparece, es acuñada o simplemente vomitada la denominación de marras, “Preprosa poética”, para referirse a la anacrónica corriente que, a tenor de lo advertido por un vengativo sector de la crítica salmantina, usted acaba de resucitar.
       En pocos meses una ínfima editorial (de alcance difuso y proyecto indefinido) le pide una selección de sus últimos relatos –relatos de los que usted se siente muy satisfecho, relatos “de madurez”– que resulta ser un fracaso de ventas. Su libro menos vendido. Y el menos comentado, porque, según ciertos especialistas, “en él encontramos una vez más, engañosamente intelectualizados, los supuestos hallazgos formales que el autor de La costa ya perpetraba en obras anteriores”. A medida que se demonizan su estilo, su conservadurismo, sus influencias, su lenguaje y sus propuestas, usted tiene cada vez más la sensación de ser otro: ni reconoce a los autores que señalan como maestros suyos, ni considera su estilo como “decimonónico”, ni cree estar demasiado interesado en las relaciones entre ensayo y cuento largo. Ni, por supuesto, tiene vocación de autor comercial. Y duda mucho que su obra vaya a ser “profunda y radicalmente olvidada”.
       El siete de diciembre algún desgraciado abre un perfil en una famosa red social con el lema “Preprosa poética”. En el foro de debate participan decenas de usuarios, entre ellos varios escritores jóvenes (y relativamente conocidos) que se disputan la legitimidad como “dignos enemigos” de la prosa de usted. Se dividen en dos facciones: los antipreprosistas, interesados en denigrar sus logros formales –y, sobre todo, en hacer chistes a su costa– y los antiprepoéticos, claramente asqueados por su etapa naturalista (?!). Cuando, pasados algunos días, la disputa es llevada hasta sus últimas consecuencias –y finalmente se estanca–, los internautas (escritores o no) solicitan que usted se defienda. El revuelo mediático es nulo, de tal modo que usted podría permitirse el lujo de permanecer callado. Sin embargo, la Crítica, que desde un primer momento ha apoyado a los jóvenes escritores que le insultan, quizás merezca un escarmiento.
       Usted decide convocar una rueda de prensa a finales de mayo. Llegado el día D hace su entrada en una librería semivacía y mal iluminada. Las cámaras de televisión brillan por su ausencia y sólo hay un par de fotógrafos (claramente no-profesionales) y un adolescente con una libreta. Usted atraviesa el pasillo que le separa de la mesa, intolerablemente sucia, donde piensa aclarar el malentendido. Dejará claro que no se ve a sí mismo como un enemigo del relato joven, que no se siente heredero de los maestros que se le imputan, que odia el relato popular, que el inmovilismo literario no le interesa en absoluto, que el futuro de sus relatos depende tan sólo de los intereses y gustos de los futuros lectores, que el término Preprosa poética le parece una canallada, que su estilo tiene de decimonónico lo que un pimiento de Padrón tiene de catalán, que difícilmente puede haberse equivocado tanto en las relaciones entre ensayo y cuento siendo usted tan mal lector de ensayo, y que las pugnas entre antipreprosistas y antiprepoéticos le parecen fruto del odio personal y la envidia.
       Usted toma asiento, coge el vaso de algo-parecido-a-agua que reposa sobre la mesa, da un trago para aclarar la voz, comprueba la estabilidad de su precario asiento, da los buenos días a los despistados que se han dejado caer por allí y se propone terminar cuanto antes. Así lo hace: “Hace algunos años publiqué un relato titulado La costa. En él narraba la dura niñez de un inmigrante subsahariano en la costa levantina”. En ese momento, justo cuando un puñado de carcajadas inmisericordes estalla ante sus ojos, el pánico le invade y le impide continuar. Enmudece. Se levanta sin mediar palabra, dando el acto por concluido frente al estupor general que planea sobre la librería, también enmudecida. Pero cuando usted está atravesando el pasillo para dirigirse a la puerta de salida, para escapar definitivamente de allí, el escaso público también se levanta, esta vez para salpicar de aplausos el recinto. Aplausos para usted, presumiblemente sarcásticos, terriblemente burlones, piensa usted, el “héroe” –dirán mañana– que se niega a entrar en el juego de los críticos o de los calumniadores, “el escritor deliciosamente excéntrico”, “el poeta”. Un par de estudiantes universitarios le cerca al final del pasillo. Fingen desear que les firme un autógrafo.
       Usted siente unas terribles ganas de liarse a puñetazos con todo el mundo, cosa que afortunadamente termina haciendo.