lunes, 29 de febrero de 2016

SOLEADA TARDE DE DOMINGO


       Soleada tarde de domingo en el parque Europa de A Coruña. Mi novia y yo hemos llegado hasta aquí caminando de vuelta a casa, tras nuestro largo y acostumbrado paseo por el dique de Oza. Es un parque más bien pequeño, pero con una zona verde relativamente amplia. Nos hemos sentado, en silencio, en uno de los bancos azules que circundan el perímetro del césped. Yo he encendido un cigarrillo y me he puesto las gafas de sol. Se está bien así. Ahora, mi novia observa con atención a unos niños que juegan, a pocos metros de nuestro banco, un improvisado partidillo de fútbol. Termino por unirme a la observación.
       Son cinco contra cinco, de diferentes edades. Juegan con el clásico sistema de portero-delantero, ese que permite al guardameta abandonar su área cuando lo considera preciso o cuando, sencillamente, se aburre. Uno de los equipos es mixto: juega una niña que tendrá, calculo, unos once años. De vez en cuando les devuelvo la pelota –cuando tiran a gol–, ya que estamos justo detrás de una de las porterías, simulada con dos montoncitos de ropa multicolor a modo de palos. Ellos lo agradecen y a mí me gusta sentirme útil. No siempre es posible sentirse útil un domingo por la tarde.
       Al cabo de un rato compruebo que el equipo de la niña juega mejor que el otro. Lo hago relacionando dos hechos: a) apenas he tenido que devolver balones, y b) la niña marca en el otro extremo del campo. Además me he fijado en su regate, más efectivo que el de sus rivales. Le comento todo esto a mi novia. Asiente. Seguimos en silencio.
       Tras sufrir una dura entrada, uno de los niños se queda tendido en el césped. Parece que se ha hecho daño de verdad. La niña se acerca hasta él, se agacha y le dice algo al oído. El niño se echa a llorar. Han parado el partido y se reúnen en círculo alrededor del lesionado. Todos parecen asustados, menos la niña. Sin decir nada a mi novia, me levanto del banco azul y me aproximo a los chavales.
       Apenas llego hasta ellos, concluyo que el niño se ha roto una pierna. No soy médico, pero a simple vista logro distinguir, bajo su media, un bulto anormal que bien podría ser el extremo de una tibia fracturada. Trato de tranquilizar a sus compañeros, diciéndoles que voy a llamar por el teléfono móvil a una ambulancia. Mi novia sigue en el banco. La niña no parece demasiado alterada.
       Cuando llega la ambulancia explico al conductor lo que ha pasado. Me pregunta si soy el padre del chaval. Le digo que ni lo soy ni lo conozco. Se llevan al niño en una camilla. Todo sucede muy rápido: arrancan y se van. Ni siquiera se han molestado en pedirme que les acompañara. Los niños se quedan sentados sobre el césped, seguramente pensando que reanudar el partido sería una falta de respeto hacia su compañero. Pasados unos minutos, la niña coge el balón y empieza a dar toques tímidamente, de espaldas al resto.
       Cuando vuelvo a ocupar mi sitio en el banco azul, mi novia me pasa una mano por la espalda. Sonríe, pero sigue en silencio. Yo tampoco me atrevo a decir nada. Los dos nos quedamos mirando a la niña, que sigue dando patadas al balón alejada de sus compañeros. Unos instantes más tarde, y sin dejar de mirarla, mi novia susurra: “Ramiro, tenemos que hablar”. Y al final sólo habla ella.