lunes, 26 de octubre de 2015

SAN VALENTÍN


       Ella y Él se conocen el Día de San Valentín. Se enamoran el uno del otro con mucho cuidado, temerosos de la fatalidad, calibrando los engañosos ritmos que el amor pretende imponerles. Cuando comprueban que el juego va en serio deciden irse a vivir juntos. Los primeros meses constituyen una dulce tregua existencial; caminan al unísono y comienzan a cuestionar –a olvidar– sus anteriormente dispersas vidas. Son felices. Están realmente enamorados y, en consecuencia, se aferran a deliciosas rutinas compartidas que contar a los nietos.
       Una tarde Él recibe una llamada telefónica de su ex pareja. Llueve. Se alegra de escucharla. Le apetece mucho verla, saber cómo le va todo. Se lo comenta a Ella, que también se alegra de que, después de todo este tiempo, la ex novia de Él haya decidido aparcar los rencores y retomar el contacto. Finalmente Él se cita con su ex pareja. Toman café en una tasca y se divierten mucho.
       Cuando Él vuelve a casa, Ella aún está despierta. Es tarde. Ella le pregunta cómo ha ido todo; Él dice que muy bien, que está muy ilusionado con la idea de reanudar una amistad que meses atrás parecía condenada al fracaso. Ella suspira y termina confesando que no le acaba de parecer bien que Él y su ex novia se citen a menudo a partir de entonces. Él aclara sonriente que no tiene ningún interés amoroso y/o sexual en su ex pareja. Ella replica que eso lo da por hecho, pero que de todos modos debe prometerle que dejará morir una relación irremediablemente abocada al crescendo sentimental y los malos entendidos. Él promete que pensará en ello.
       Pasan varios meses. Él no ha vuelto a citarse con su ex pareja. Ni la llama por teléfono ni contesta sus llamadas. Tampoco piensa hacerlo en el futuro. Sabe que Ella vivirá más tranquila de este modo y que sacrificar su relación con su ex pareja es pagar un precio muy pequeño por la inmaculada felicidad que desea para Ella, a quien ama cada día más profundamente.
       Con el paso de los años Él y Ella se acostumbran a sus respectivas manías, se perdonan los defectos, se instalan en la confortable llanura de lo estable. Él, que en su juventud soñaba con ser escritor, trabaja ahora en una oficina de patentes de ocho a dos y roba a la escritura las pocas horas que le dedicaba para ofrecérselas a Ella sin condiciones. Recuerda con cariño aquellos tiempos en los que publicaba alguna columna, algún cuento en revistas especializadas, pero no los echa en falta. Le basta con tener la certeza de que todo el tiempo que pueda compartir con Ella será la mejor de las recompensas.
       Llevan casi veinte años juntos. Él sabe ya cuándo –y cuánto– debe bajar el volumen del equipo de audio sin que Ella tenga que decírselo, a qué horas puede tocar la guitarra sin molestar a Ella, cuántos días tiene derecho a ausentarse de casa sin lamentos o depresiones –legítimos– de Ella, en qué fechas es más conveniente que reciba a sus antiguos amigos o hasta qué hora tiene derecho a mantener encendida la luz de la mesilla de noche para leer sin que Ella se desvele. Se trata de pequeños gestos, fácilmente asumibles, que afianzan la vida en común y cuya ausencia haría peligrar el sutil, perfecto equilibrio con que Él y Ella se rinden tributo diariamente. Él piensa que nadie ha sido nunca tan feliz como él, pues goza del privilegio incomparable de verla feliz a Ella.
       Él sale de trabajar a media mañana. No es un día cualquiera. Luce el sol. Le han dado un par de horas libres. Compra un ramo de azucenas en la floristería de la esquina, porque a Ella no le gustan las rosas. A Él sí le gustaban. Quiere darle una sorpresa a Ella por San Valentín. Cuando llega a casa percibe una quietud extraña, ensordecedora. Encuentra a Ella tumbada de lado en el sofá del salón, sollozando con la cabeza enterrada en un cojín verde. La luz está apagada. Ella no ha oído a Él entrando en casa. Tampoco lo ha visto. Él retrocede con mucho cuidado, temeroso de la fatalidad, calibrando los engañosos ritmos que el amor pretende imponerle, amortiguando –marcha atrás– el sonido de sus zapatos contra el parquet. Cuando llega al hall se detiene unos segundos para comprobar que no ha sido descubierto. Después abre la puerta de la calle con extrema suavidad y se desliza al exterior. Cierra la puerta tras de sí. No se mueve. Una vecina está a punto de coger el ascensor. Observa un instante a Él, que tiene la vista fija en el felpudo. Piensa en saludarle. Finalmente no lo hace.
       Entonces Él suspira, comprueba el estado del ramo de azucenas, pulsa el timbre de la puerta y calcula el tiempo que hará falta para que Ella despegue su cara del cojín verde, se levante del sofá, se dirija al cuarto de baño, se lave la cara, borre con una toallita húmeda los presumibles pegotes de rímel corrido y se presente en el recibidor con una sonrisa incontestable, nuevamente feliz, para abrirle la puerta a Él y recibir su regalo de San Valentín.

lunes, 19 de octubre de 2015

NO HAY MÚSICA


       Tres ancianos en una residencia para la tercera edad. Están en el salón de reuniones. Dos conversan sobre el tiempo. El tercero permanece callado. De repente se levanta del sofá. Empieza a bailar un foxtrot. No hay música. Una diligente enfermera lo detiene. El anciano se enfada. Grita “Socorro”. Sus compañeros lo ignoran. La enfermera pide ayuda a un par de compañeras. Lo reducen. Se lo llevan a su habitación. Lo sedan. Lo tumban sobre la cama. El anciano se duerme. Son las ocho y media de la tarde. Pasan doce horas. El anciano se despierta. Se levanta. Va al cuarto de baño. Se mira en el espejo. Se afeita. Se ducha. Se viste. Baja a la cafetería. Desayuna. Vuelve al salón de reuniones. La enfermera del día anterior le lleva sus pastillas matinales. Se las toma. Hojea un par de periódicos. Aparecen los dos ancianos del principio. Se interesan por su estado de salud. El tercer anciano resta importancia al asunto. Bromea sobre los modales de las enfermeras. Se sume en el más absoluto de los silencios. Los otros dos ancianos todavía sonríen. Las sonrisas terminan por esfumarse. Irrumpe el mediodía. Se van a la cafetería. Comen. Terminan de comer. Toman café. Vuelven al salón de reuniones. Los dos ancianos cuentan chistes. El tercer anciano sigue en silencio. Se levanta del sofá. Mira por la ventana. Está lloviendo. Vuelve al sofá. Después se dirige a la recepción. Pide permiso al recepcionista para salir a dar un paseo. Se le deniega. Razón: está lloviendo. El tercer anciano tuerce el gesto. Vuelve al salón de reuniones. Toma asiento en el sofá. Suspira. Se queda muy quieto. Deja pasar las horas. Los otros dos ancianos lo observan de cuando en cuando. Una hora. Dos horas. Tres horas. Cuatro. El tercer anciano permanece callado. De repente se levanta del sofá. Empieza a bailar un foxtrot. No hay música.

lunes, 12 de octubre de 2015

BASADO EN HECHOS FICTICIOS


       ¿Qué pasaría si ese hombre que camina calle arriba, cabizbajo y transido de frío, se dirigiera –como de hecho lo hace– hacia el café-bar Barlovento para plantarse en la barra y pedir al camarero un café cortado, depositase su abrigo azul en la banqueta vacía que tiene a mano derecha y estirase un brazo cualquiera para coger el periódico más cercano a su recién servida consumición?
       ¿Qué pasaría si ese hombre cabizbajo –especialmente ahora que se afana en descifrar los titulares– descubriera una noticia absurda que le hiciese sonreír de inmediato, una noticia, por ejemplo, plagada de faltas de ortografía o de errores de estilo, o bien sencillamente increíble o hilarante, como “Hallado hombre sin raciocinio en Nueva Guinea” o “Ya nunca llueve en Ginebra”, y ese hombre transido de frío pensara “Parece que estas noticias las escriben sólo para que yo me divierta”?
       ¿Qué pasaría si, una vez olvidada la noticia y borrada la mueca de divertimento de los labios de ese hombre cabizbajo, apareciese un segundo titular interesante en la página número 2 de la sección “Sociedad” del periódico consultado, un titular que reza así: “Hombre cabizbajo y transido de frío visita a diario la cafetería Barlovento a las 11:30 de la mañana”, y ese hombre fuese literalmente –y por razones evidentes para cualquiera que no haya nacido en Nueva Guinea– incapaz de resistirse a leer lo que viene a continuación?
       ¿Qué pasaría si ese hombre que hace un rato caminaba calle arriba comprobase apesadumbrado –quizás incluso colérico– que la noticia de la página número 2 de la sección “Sociedad” contiene demasiados datos (ciertos) de su vida privada como para no haber sido redactada por alguien que le conozca muy bien, alguien que quiera dejarle en ridículo, alguien que no muestra la más mínima piedad para con sus costumbres y sus gustos, alguien –quién sabe quién, pues ese hombre cabizbajo ya no se relaciona apenas con nadie– empeñado en hundirle, y ese hombre del abrigo azul se lamentase en silencio?
       ¿Qué pasaría si en ese momento entrase por la puerta principal del café-bar Barlovento otro hombre con un abrigo azul idéntico al que reposa sobre la banqueta a mano derecha del hombre transido de frío, otro hombre también (parcialmente) cabizbajo, con cierto parecido físico al hombre que hace un rato caminaba calle arriba?
       ¿Qué pasaría si ese otro hombre hubiese llegado al café-bar Barlovento caminando igualmente calle arriba, igualmente cabizbajo y transido de frío para plantarse en la barra y pedir al camarero un café cortado, depositase su abrigo azul en la banqueta vacía que tiene a mano derecha y estirase un brazo cualquiera para coger el periódico más cercano a su recién servida consumición?
       ¿Qué pensaría entonces ese hombre cabizbajo sobre la noticia que acaba de leer y que en cuestión de minutos leerá también –forzosamente– el otro hombre transido de frío? ¿Le restaría importancia por el hecho de ser una noticia “compartida”? ¿Podrían considerar ambos que, en efecto, se trata de una desgracia “a medias”? ¿Y si se miran, o se observan, o se contemplan durante un rato y no comprenden nada? ¿Llegarían a compadecerse el uno del otro? ¿Se reconocerían –faltando al sentido común– como víctimas de la misma noticia? ¿Cambiaría algo? ¿Qué?
       ¿Qué pasaría si, tras la lectura de esa misma noticia, ninguno de los dos hombres experimentase problemas de identidad?
       ¿Qué pasaría si confundieran sus abrigos azules idénticos al abandonar el café-bar Barlovento? ¿Es posible confundir dos abrigos azules idénticos?
       ¿Qué haría usted si fuera el hombre cabizbajo?
       ¿Y si fuera el otro hombre transido de frío?

       ¿Llegaría usted a sospechar, siquiera por un momento, que el redactor o autor o instigador de la noticia es precisamente “el otro”?

       ¿Qué pensaría usted?
       ¿Qué ocurriría?
       ¿Escribiría, quizás, un relato repleto de interrogantes?
       Yo sí.

lunes, 5 de octubre de 2015

NUEVO CATÁLOGO DE JUEGOS


Nº 1: La habitación imaginada

Imagine usted una habitación con siete personas. No me refiero a que imagine una habitación en cuyo interior hay siete personas, sino a que imagine, en compañía de siete personas de confianza, una habitación. Traten de imaginar no una habitación cualquiera, sino la misma habitación. Ayúdense unos a otros. Propongan el color de las paredes, la textura de las alfombras, el tamaño de los muebles, el número de habitaciones (si una les parece insuficiente), en cuyo caso deberán rebautizar el juego. Consensúen. Cuando la tengan preparada, discutan el resultado. Si lo juzgan satisfactorio han perdido la partida. El octavo jugador debe entonces invitar a una ronda. Diriman quién es el octavo jugador y por qué (violencia psíquica opcional). Si el resultado de la habitación imaginada no es satisfactorio, entonces alguien gana. Normalmente el ganador se elige por sorteo. No siempre. 
*No necesario tablero. Sólo mayores de edad.

Nº 2: El dado volador

Para tres jugadores, sólo en exteriores. Por turnos, cojan un dado de tamaño medio y láncenlo con fuerza hacia el cielo. Mientras el dado no caiga nuevamente al suelo ustedes deben quitarse la mayor cantidad posible de prendas de ropa. Después recojan el dado. Comprueben el número de lados, pues jamás se mantienen los seis iniciales tras la primera tirada al cielo. Si son cinco, vuelvan a tirar. Si son cuatro los lados, han conseguido una pirámide en miniatura y pueden dar el juego por terminado, siendo todos legítimos ganadores. Si son tres, algo ha fallado y el juego no terminará jamás. Si son dos, entonces es probable que en su viaje celestial el dado se haya transformado en una moneda. Si sólo tiene un lado es posible que les asedie la locura. La última posibilidad consiste en que el dado no baje nunca del cielo, en cuyo caso tendrán todo el tiempo del mundo para desnudarse completamente. Decidan entonces quién está más desnudo. Siendo un juego de exteriores, se permite –previo referéndum interno– la votación popular. Gana, como es obvio, el menos votado.
*No recomendable jugar en la playa. Dado no reutilizable.

Nº 3: La soledad extrema

Para jugar en solitario. Enciérrese en su casa y apague el teléfono fijo, el móvil, desconecte el cable de conexión a internet, baje las persianas. También están prohibidas la televisión y la radio. Siéntese en un sofá a oscuras y espere sin hacer ruido. Aguarde pacientemente –el juego puede durar semanas– a que algún amigo, conocido, familiar o humilde repartidor de propaganda acuda hasta su puerta y tenga la consideración de pulsar el timbre. En ese momento el juego toca a su fin. La principal ventaja es que usted gana en cualquier caso: Si nadie acude su soledad será escrupulosamente respetada (quizás incluso hasta después de su muerte), pudiendo usted ejercitarse mientras tanto y sin molestas distracciones en la discreta y honorable tarea del autoconocimiento. Si, por el contrario, alguien, por caridad o simplemente por descuido, pulsa el timbre, sepa usted que no está solo en este mundo, y celebre, en consecuencia, el grave desatino de los principales filósofos existencialistas.
*Sólo para desocupados. Riesgo de muerte por abulia y/o inanición.

Nº 4: La manzana falsa

Para cuatro jugadores. Indiferente interior o exterior. Reúnanse en torno a una cesta de fruta –no hecha de fruta, sino pensada para depositar piezas de fruta en ella– en la que previamente habrán colocado cuatro manzanas –variedad Granny Smith– del tamaño de un puño de mujer. Se trata, ni más ni menos, de que alguno de ustedes descubra cuál es la manzana falsa. Lo verdaderamente determinante en este juego es la capacidad de persuasión de los participantes, que, de verse cumplidas las expectativas ideales, tendrán que recurrir a la explicación y posterior demostración lógica de un estado de cosas y, por lo tanto, del propio Mundo, proponiendo las relaciones inter-objetuales entre los entes posibles y, en el mejor de los casos, presentando una ontología genuinamente personal. Gana el que consigue convencer a los demás de la necesidad de tirar a la basura una de las manzanas. Pierde el o los que creen en la existencia de las manzanas.
*Duración máxima de la argumentación: 12 minutos por jugador. Premio: Un bol de cerezas.

Nº 5: Las cartas fraternas

Para jugar sólo entre hermanos. Número y sexo de los jugadores indiferente. En primer lugar se coge una baraja española y se mezclan bien las cartas. Pruebe, si es usted hermano/a mayor, a poner en duda la destreza de su/s hermano/a/os al barajar, con sentencias secas y humillantes. Proponemos: “A ti te enseñaba a barajar yo” o similares, y no tanto la fórmula, bien conocida, aunque mucho más soez y desaconsejable: “Ni puta idea tienes tú de barajar”, que además no es del todo correcta desde un punto de vista sintáctico. En caso de ser usted el hermano/a menor, su rol consiste en festejar las victorias con un deje de indiferencia, sin por ello renunciar a una sonrisa limpia y triunfal más estrechamente ligada a la justicia que al escarnio. Las cartas son lo de menos. Pueden jugar al mus, a la brisca, a lo que les plazca. Si juegan correctamente, el juego dura poco y todos ganan –menos los hermanos medianos, que siempre se aburren un poco y son los grandes perjudicados de las cartas fraternas–.
*Prohibida la asistencia paterna en este juego. No desdeñable el uso de armas blancas.

Nº 6: El tablero infinito

Para jugar a este juego se necesita un tablero, aunque ninguno de los participantes, incluyéndole a usted, conozca las dimensiones, el principio, el fin o la ubicación exacta del mismo. Algunos jugadores –los más fanáticos– han llegado a sostener que el tablero es la propia vida, y que se extiende, como ella, a lo largo del espacio-tiempo en una partida interminable. La primera fase del juego es crucial, puesto que el lugar y la fecha de nacimiento determinan en gran medida la suerte de los participantes, abocados a sortear los obstáculos que se presentan desde la casilla de salida. A partir de entonces usted puede elegir estudiar, trabajar, casarse, tener hijos, comprar una casa, sin tener nunca la certeza de acumular más puntos por ello, e incluso perdiendo algunos por el camino de una forma extrañamente arbitraria. Otros se empeñan en afirmar que el tablero infinito no es en modo alguno un juego de azar y que las reglas están muy claras. Se dice que gana el que, sabiéndose herido de muerte, es perfectamente capaz de justificar todas sus jugadas desde el inicio.
*Para todas las edades.

Nº 7: Alfa y Omega

Intente jugar simultáneamente a todos y cada uno de los juegos descritos con anterioridad. Si lo consigue, siéntese frente al escritorio y escriba un libro. Si no lo consigue siempre podrá aplazar de algún otro modo una muerte terrible y absurda, que no deja de ser el punto de partida hacia otra serie de juegos –estos sí ineludibles–.