jueves, 30 de abril de 2015

MUSEO DEL PRADO


       Fue al final de aquella cena –las copas de aguardiente recién servidas en la mesa, los ceniceros ya estratégicamente dispuestos– cuando me dio por confesar, bajo los efectos de un magnífico Rioja (cosecha del 92), que nunca había visitado el Museo del Prado, un comentario que bien podría haber pasado desapercibido de no ser porque llevo quince años impartiendo clases de arte en la Complutense de Madrid.
       Lo solté entero, confiado, como quien cuenta que esa misma tarde ha ido al dentista, venciendo una vergüenza (ésta sí inconfesable) macerada por los años, tratando de disfrazar de intrascendente un hecho que no lo era en absoluto. Fíjese usted, un eminente doctor que publica periódicamente sus artículos en revistas extranjeras, un profesor adorado, idolatrado por sus alumnos, apreciado por sus colegas, arrojado por fin en los brazos del ridículo. Lamentable. Y la cosa no quedó ahí.
       Lo peor de aquella noche es que traté de argumentar –pobremente– las razones que supuestamente me han llevado a esquivar durante todos estos años el sacrosanto templo del arte pictórico, aduciendo que mi decisión (porque en efecto la presenté como tal, como una decisión) no era fruto de la casualidad, no era siquiera una particularidad mía, sino que más bien respondía a una forma muy personal de entender y disfrutar la pintura. Todo una sucia mentira, una farsa, claro está, con que intenté librarme del descrédito general, pues lo cierto es que nunca he entrado en el Museo del Prado sencillamente porque no me interesa la pintura. Y, como esto no llegué a confesarlo al final de aquella cena –el ridículo hubiese sido todavía mayor–, me he propuesto escribir este relato. Cuando no somos sinceros con nuestros amigos o familiares, siempre nos queda redimirnos ante nuestros lectores, gente anónima y receptiva con la que –en el mejor de los casos– nunca tendremos que relacionarnos.
       En la esfera del “querer ser” o del “querer hacer” existe un drama obvio, evidente, a saber: que a uno le guste mucho algo que se le da rematadamente mal. El aprendiz de zapatero que es incapaz de pegar una suela sin embadurnarlo todo de cola, el político negado para la retórica que recurre a frases hechas y refranes, el pintor –este ejemplo pertenece a mi campo– que pretende suplir con “inspiración” (raras veces con trabajo) una manifiesta falta de talento. Y así hasta el infinito, porque la ineptitud es un mal generalizado; no es mi intención personalizar. Pero existe sin embargo, en esta misma esfera, otro drama menos obvio, menos visible, igualmente terrible y frecuentemente ignorado: que a uno se le dé muy bien algo que le resulta, si bien no insoportable, sí al menos aburrido o insípido. El maestro panadero que domina a la perfección un oficio (heredado) que le es indiferente, el eficiente empleado de banca que juega a su antojo con los porcentajes mientras recita en voz baja sonetos de Góngora, el superdotado ajedrecista que preferiría quedarse en su casa jugando al parchís. En este segundo drama estoy instalado desde que cursaba el bachillerato. Mi talento para la Historia del Arte me ha convertido en un referente internacional; a mí, que jamás he pisado el Museo del Prado.
       Cuando me gradué en el instituto –nota media de sobresaliente– no tenía muy claro si quería estudiar una carrera. Supongo que nada me atraía más que estar cerca de mi novia, ella sí muy interesada en ingresar en la facultad de Veterinaria de Madrid, así que allí nos mudamos, alquilamos un pequeño apartamento y nos empapamos de vida universitaria. Finalmente opté por matricularme en la facultad de Historia del Arte por la sencilla razón de que, sólo con cruzar la Avenida Puerta de Hierro, que separa ambos edificios, podía encontrarme con ella; podíamos volver a casa juntos, contarnos cómo había ido la mañana. Y me pareció –me sigue pareciendo ahora– una razón muy poderosa, no peor que otras de índole académica.
       No tardó mi novia en enamorarse perdidamente de un profesor joven y apuesto, maestro en cuestiones cognitivas, por el que me abandonó apenas empezamos el curso. Abatido en el plano sentimental, me agarré a mis estudios como a un clavo ardiendo, superando con facilidad (y hasta con matrículas de honor) las asignaturas que se iban cruzando en mi camino, demasiado vago como para abandonar la carrera o cambiar de rumbo, demasiado resentido como para bajar mi nivel. Así hasta que conseguí, sin apenas proponérmelo, una beca de doctorado que me permitió especializarme en la obra tardía de Van Gogh, una vía con salidas profesionales, habida cuenta de la todavía creciente popularidad del pintor y su personalidad.
       Pasé tres años en Amsterdam, ciudad de la que guardo muy buenos recuerdos –no así de su comunidad académica, en principio reacia a que un extranjero fuera a darles lecciones sobre el más universal de sus artistas–. Terminaron por aceptarme cuando, sólo por dar muestras de buena voluntad, me ofrecí como divulgador (en lengua castellana) de la obra del “loco del pelo rojo”; un propagandista, vamos. Eso les gustó. Pero no se equivoquen ustedes, no daré lugar a malas interpretaciones: la pintura seguía –sigue– importándome un bledo y, sin embargo, supe desde el primer momento que podría labrarme una carrera en la docencia. Se trataba tan sólo de estudiar –no demasiado, nunca me ha hecho falta–, publicar, afinar la vista y contar con la capacidad de percibir en los cuadros matices, pinceladas y juegos de luces y sombras que los demás no sabían o no podían ver. Y eso siempre se me dio mejor que bien.
       Finalmente me llamaron de la Complutense. Estaban entonces muy obsesionados con la denominada “fuga de cerebros”, e incluso más obsesionados todavía con la recuperación de los mismos. El decano de la facultad de Historia del Arte me aseguró que estaba al tanto de mis progresos, que había leído con mucho interés mis trabajos de investigación, mis obritas divulgativas, mis artículos en suplementos culturales. Estaba ofreciéndome un puesto como profesor adjunto en la asignatura de Historia de la Pintura Contemporánea. Buen sueldo. Posibilidad de renovar. Acepté, por supuesto. De vuelta en Madrid tuve que esperar dos años hasta que se jubiló el profesor titular. Me renovaron, me dieron la titularidad. Poco después me concedieron la Cátedra. Me quedé aquí, pero nunca llegué a entrar en el Museo del Prado.
       La verdad es que lo tuve fácil. Cuando mis alumnos, siempre muy motivados –ignoro si gracias o a pesar de mis clases–, me proponían como maestro de ceremonias para una hipotética visita guiada al Museo, yo me limitaba a objetar que el Prado no acoge obra alguna de Van Gogh (dato completamente cierto, por otra parte) y acababa ingeniándomelas para delegar la responsabilidad en algún colega más joven, ayudándole de paso a engrosar su currículum. Más peliagudo era el asunto de las instituciones culturales que solicitaban mis servicios, algunas de forma harto insistente. Solucioné el problema con elegancia y sencillez: firmé un manifiesto reivindicando el papel de los profesores que se vuelcan precisamente en la docencia, rechazando invitaciones del ámbito privado que, en definitiva, precisa de subvenciones más cuantiosas de las que recibe. El argumento era simple y efectivo: si nosotros, los docentes ya empleados, aceptamos este tipo de “colaboraciones”, estamos perjudicando directamente a los jóvenes investigadores, que son los que deberían optar a esos puestos de trabajo. Conclusión: más presencia de licenciados en Historia del Arte en las instituciones. Los mensajes populistas siempre son efectivos, independientemente de los fines que persigan. Y el mío, porque a eso vamos, era seguir esquivando el Museo del Prado –tarea que cumplo a rajatabla en la actualidad, y a mucha honra–.
       Pasaron los años. Continuaron las publicaciones. Cambiaron los alumnos. Me olvidaron las instituciones. Ahora me dedico a dar clases y corregir exámenes; soy un trabajador honesto y no tienen ustedes derecho a juzgarme: cumplo con mi obligación como el que más, independientemente del interés personal que tenga en mi propio campo. Pero claro, termino por asistir de vez en cuando a cenas con colegas de la facultad, reuniones de esas en que a uno le ofrecen un magnífico Rioja (cosecha del 92) y acaba metido en un buen lío.
        Eso es todo, más o menos.
        Es posible que a estas alturas, a punto de terminar mi confesión, mi relato, ese que no me atreví a narrar al final de aquella cena, estén ustedes preguntándose por qué demonios no me dejo caer, una tarde cualquiera, por la calle Ruiz de Alarcón, por qué rechazo la posibilidad de disfrutar de una de las pinacotecas más importantes del mundo, por qué no abandono, siquiera transitoriamente, mi verdadera pasión, que no es otra que la literatura alemana de posguerra.
       No iré nunca al Museo del Prado para tener la certeza de que mi vida no es una farsa. No iré porque ya les he dicho que la pintura no me interesa. No iré, sobre todo, por si entro y me gusta, por si me roba tiempo para leer a Heinrich Böll, a Günter Grass, a Martin Walser. Dios no lo quiera.

lunes, 27 de abril de 2015

PRAZA DA VERDURA


     Todas las noches el mismo paseo. Tras una insípida cena recalentada en el microondas, Juan Carlos sale de su apartamento y enfila Avenida de Marín hacia el centro de la ciudad; dice que así se despeja, que a la vuelta logra conciliar el sueño con facilidad, como si una cosa no se opusiese a la otra o como si las oposiciones fueran un juego natural que los demás no comprendemos. Un hombre contradictorio, dicen.
       Avanza por la Avenida y, antes de cruzar el puente sobre el río Gafos, se detiene junto a la parada de autobuses a encender el primero de los tres pitillos con que llena la caminata. Después, dejando atrás el parque infantil, toma la cuesta de San Roque, gira a la derecha hasta divisar en lo alto la gran cruz de piedra del Monumento al Soldado, sortea un par de pasos de peatones y sube las escaleras que conducen a Gran Vía de Montero Ríos, donde se encuentra la Diputación Provincial. Esta es su parte favorita del paseo: el larguísimo pasillo de piedra rodeado de árboles, los jardines de Colón a la derecha, la alameda a la izquierda, Praza de España allá al fondo, el ayuntamiento, la ciudad en definitiva, la vida en la ciudad, tan prometedora hace no tantos años, un sueño de juventud resistiéndose al inexorable desvanecimiento, indefenso ante la brutalidad de la vida consciente. Se dedicaba a la construcción, dicen.
       Apaga el cigarrillo junto a las ruinas de Santo Domingo, sigue de frente, toma la segunda a la derecha. Muy poca gente caminando a esas horas. Frena el paso cuando le da por entretenerse en los escaparates de los comercios de Rúa Michelena, tenuemente iluminados, repletos de baratijas que nadie quiere y a todos llaman la atención. Se fija en las pulseras y en los pendientes (nadie sabe), se detiene con frecuencia frente a un edificio horrible –obra suya acaso–, demora la inminente llegada de sus pasos al casco histórico de la ciudad por la bajada de Fdez. Villaverde, como si el fin de esa calle fuese también el fin de un estado de ánimo, como si la caminata se volviera forzosamente adulta a partir de este punto. Y es entonces cuando abraza la sombra de la ciudad vieja, acompañándose de un segundo cigarrillo que quizás sea compensatorio. Vivió en esta zona de joven, dicen.
       Llega a Praza de Curros Enríquez, contempla unos minutos y sin saber por qué un busto elevado de Alexandre Bóveda, recuerda cómo los comunistas le fallaron, nos fallaron. Nos vendieron. Piensa en la estatua de Valle-Inclán que preside, unos metros más abajo, la magnífica Praza de Méndez Núñez, en su diálogo improbable con el busto del insigne galeguista. Baja por Rúa de Don Gonzalo, aparecen las primeras terrazas, aminora la marcha en un vano intento por distinguir facciones familiares. Abandona a Valle en su plaza y gira nuevamente a la derecha por Rúa Sarmiento, donde la luz de las farolas se vuelve más cálida. Tira la segunda colilla en algún rincón oscuro. Estuvo metido en política, dicen.
       Cuando llega a Praza da Verdura se sienta a esperar en un banco, al lado de la fuente, melancólico. Allí saca un pequeño bloc de notas de tapa dura y anota fugaz e intermitentemente quién sabe qué, con trazo rápido y nervioso. Así hasta que se harta, se levanta y, sin más, se va. Algunas noches la ve pasear o se cruza con ella en alguna de las terrazas de los soportales. Entonces la mira con fuerza, buscando desesperadamente una mirada de vuelta, de vuelta de tantas cosas, la busca casi con violencia, esa mirada que nunca vuelve. Y cuando cree que debería acercarse a saludarla, quizás para pedirle perdón, quizás para ver si es ella la que claudica, parece como si una voz interior le dijera que ya no tiene sentido, que todo ha cambiado tanto que ya nada va a cambiar, y menos después de tantos años, así que apresura el paso para perderla de vista cuanto antes, enciende el último cigarrillo y escala Conde de San Román hasta Praza da Ferrería para volver a casa despejado, y conciliar el sueño con facilidad, y reanudar la noche siguiente el mismo paseo de siempre.
       La quería mucho, dicen.

lunes, 20 de abril de 2015

APRENDER A LLORAR



A Julio López Cid


       Cuando después de tantos años volví al colegio me dio por recordar al viejo Petrescu, sus cejas largas, las patillas canosas, y casi pude observarle, observarnos desde fuera, desde otro tiempo. Los niños jugábamos en aquel patio, allí mismo, al otro lado de la verja. Él nos vigilaba encerrado en su garita, un habitáculo minúsculo que siempre olía a humedad, y las pocas veces que salía para llamarnos la atención (generalmente porque un niño pegaba a otro, o bien le escupía, o le insultaba) adoptaba con maestría –quizás involuntaria– su papel de conserje. Y el rol genuino de un conserje (conviene aclarar esto) es el de aterrorizar a los chavales, por mucho que la pedagogía moderna se haya afanado en desprestigiar su figura.
      Dejando al margen esta última afirmación –que seguramente me granjeará enemigos entre pedagogos y conserjes–, la verdad es que siempre recordaré a Petrescu como la persona que me enseñó a llorar, y eso es algo que le agradeceré de por vida.
     Lloraba yo muy mal de niño, supongo que incluso peor que la mayoría de mis compañeros. Hiperventilaba con frecuencia, quedándome al borde del desmayo –si no desplomándome sin más– cada vez que me cogía un berrinche. Gimoteaba como las niñas de mi edad, sin pausa y escandalosamente, incapaz de ofrecer una respuesta física proporcionada a las nimias desgracias que estimulaban mi llanto. Y mis padres, espantados o quizá impotentes ante el estrépito indescifrable de mis rabietas, jamás se atrevieron a corregir mis defectos en el arte de llorar. En cualquier caso los padres de uno (también conviene recordarlo) no son agentes tan respetados o temidos como las figuras autoritarias externas –que resultan ajenas e insondables–, especialmente cuando a los primeros no se les teme en absoluto.
       Una mañana, en el recreo, mientras jugábamos al fútbol con una lata de refresco, tuve un enfrentamiento con Raúl, un niño de mi edad. A él soy incapaz de recordarlo con la claridad con que recuerdo a Petrescu; tengo la vaga impresión de que era bastante feo, quizás muy feo, quizás horrendo. Estaríamos entonces en segundo o tercero de primaria. Juro que hasta aquel momento yo no había tenido problemas con ningún chaval, básicamente porque ni siquiera sabía cómo buscármelos, pero el caso es que nos enfadamos por alguna tontería que tampoco consigo recordar (quizás el tamaño de alguna de las dos porterías, siempre tan arbitrario) y, cuando quise darme cuenta, estábamos los dos tirados en el suelo, uno sobre el otro (imposible saber quién), enzarzados en una nube de polvo, insultos y puñetazos. Me gusta imaginarme a mí mismo encima, descargando mi rabia contra el pobre e indefenso Raúl, pero ya saben ustedes que la memoria y el pasado se reescriben continuamente –cuando no se inventan en beneficio propio–, así que es muy posible que fuera él el que me humillaba contra la tierra seca, quién sabe. Entonces una fuerza indescriptible nos separó, levantándonos a ambos en el aire. “¡Quietos de una vez, cabrrrrones!”. La reyerta había terminado. Petrescu nos cogió del brazo y al cabo de un rato, desorientados y sin saber cómo, estábamos los tres –Raúl, el conserje y yo– metidos en la garita, confinados. Y si la desorientación que sufrimos los improvisados púgiles se debía al fragor de la batalla, la de Petrescu respondía sin lugar a dudas a mi llanto desconsolado.
     A partir de aquí las imágenes se suceden neblinosas, despersonalizadas, casi como la película de una vida ajena: Las cejas largas, las patillas canosas que ya he referido con anterioridad, los gritos de reprimenda del ruso (o rumano, o centroeuropeo, nunca llegué a saber la procedencia de Petrescu), su acento de hombre malo, la seriedad y el pánico contenido de Raúl, mucho más entero que yo en aquellos momentos, la luz de la mañana filtrándose por el resquicio de la puerta de la garita (“el mundo libre”, debí pensar entonces, “sólo a un paso, maldita sea”), y mi compañero que es incomprensiblemente perdonado, o sencillamente se le permite salir (apenas hay diferencia) al muy bastardo, y abandona el zulo de tortura, y yo cargando con las culpas, o simplemente encerrado (tampoco hay diferencia), principal actor de la pelea, al menos a juicio del conserje que me mira, me mira y me grita, y después ya no grita y se queda en silencio, pensativo, respirando muy fuerte, el hombre malo. Y mis lloros estúpidos sobrevolándolo todo.
         No me puso una mano encima.
       Pienso ahora en su charla sin palabras, en el sutil adoctrinamiento que recibí. Apenas se hubo calmado, Petrescu tomó asiento en una banqueta ridículamente pequeña, seguramente idéntica a las que usábamos en el aula como sillas supletorias, las facciones afiladas, el ceño fruncido, sin pedirme siquiera explicaciones por mi comportamiento, aguardando el momento en que mi llanto se apagara. Pero yo no estaba dispuesto a dejar de llorar y él lo captó enseguida. A veces llorar es lo único que nos queda. Abrió la puerta de la garita como diciendo “Hala, márchate de una vez, granuja”, pero yo estaba paralizado, las manos incrustadas en la cara. Entonces señaló la banqueta, invitándome a sentarme. Él permaneció de pie y encendió un cigarrillo. Tardé unos minutos en descubrir que Petrescu había empezado a llorar.
       No hace falta ser un genio para saber que los niños no soportan ver llorar a los adultos, que las lágrimas surcando un rostro entrado en años les resultan alarmantes o incomprensibles, y que esto explica en parte el empeño que estos ponen en ocultarse. Pero Petrescu –ahora, igual que entonces, ignoro las razones de su llanto– no parecía molesto con mi presencia. Se limitó a subrayar gestualmente el ritmo de su propia respiración, conminándome –esto lo supongo yo– a acompañarle en el trance. “Ahora vamos espaciando las inspiraciones”, parecía querer decir allí de pie, con los brazos cruzados sobre el pecho. Y cada vez que mis sollozos superaban el límite acústico permitido, el ruso (o rumano, o centroeuropeo, vaya usted a saber) se llevaba el dedo índice de la mano derecha a los labios sellados en un ademán autoritario. Después se puso en cuclillas frente a mí, mirándome con extrañeza. Ojos de piedra, de hombre duro que sabe que no debe llorar y sin embargo lo está haciendo. Un hombre que llora porque quiere, porque le sale de ahí, porque está convencido de que empaparse las mejillas así, de ese modo, es señal de fortaleza. Y yo le seguí, quizás porque me sentí humillado, quizás porque quería aprender a llorar así, como un hombre malo. Poco a poco fui transformando mi grotesca mueca de disgusto en un simple par de labios apretados, temblorosos, y dejé de gimotear, sólo para demostrarle que no le debía nada, que le odiaba, que yo también podía ser un conserje o cualquier otra cosa peor. Un asesino. Yo también quería dar miedo, aterrorizar al mundo. Yo podía imitarle, llorar como quien advierte o amenaza, “Mírame bien, cabrón, no me quites un ojo de encima, no soy ninguna nena, tú a mí no me jodes”. Pero al mismo tiempo sabía, o sentía –o intuía– que él marcaba el ritmo, que era yo el que recibía una improbable lección. Y claro, quise llevar yo la iniciativa, frustrar su llanto y el mío, sobreponerme, ganar, “Para de una vez, Petrescu, no me vas a enseñar nada, puedo hacerlo sólo, no necesito a nadie”. Me resulta imposible relatar con mayor exactitud lo que entonces fue para mí evidente: el conserje estaba dándome la razón, poniéndose a mi nivel, llorando conmigo de tú a tú, y comprendí –o comprendo ahora, eso poco importa– que a él también le habían enseñado a llorar alguna vez, y que el llanto no es sólo una manifestación estética de la desgracia, sino, por encima de todo, un posicionamiento moral. La lucha que libramos a partir de aquel momento, aquel enfrentamiento mudo en la oscuridad de la garita, cuando supe que él no tenía razones para llorar y que las mías eran fácilmente renunciables, tenía algo de tregua, era un lagrimeo templado. Cuando dejó de hacerlo, y una vez hubo comprobado que mi rabieta se estabilizaba, me ofreció un pañuelo blanco, impoluto, y me dijo “Nunca más”. Estas fueron las únicas palabras que me dirigió durante la reclusión. Creo que entonces asentí vagamente, resistiéndome a agradecerle nada, restregándome la manga de la camisa en la cara húmeda.
       Finalmente sonó la sirena que anunciaba el fin del recreo y la consiguiente vuelta a las aulas. Petrescu abrió la puerta de la garita en un gesto amigable, tendiendo su brazo hacia el exterior, y yo, sin despedirme siquiera, me zambullí en la marabunta de alumnos que retornaban al mundo de los números y la sintaxis, definitivamente hecho un hombre.

jueves, 16 de abril de 2015

ELSA


        Me despierto bajo una de las mesas del fondo tratando de contener las náuseas, pensando en mi última discusión con Elsa. Dónde, Elsa; dónde. Por qué me has hecho esto. Hace frío o tengo frío. Tanteo sin convicción el piso mugriento y apestoso del local. Junto a la barra Stud y Nichols parecen matar el tiempo que les resta, se miran con cuidado, sin hablarse, un desafío silencioso que contemplo desde el suelo. “Estoy bien”, grito. Estoy bien, creo. Nadie me hace caso, soy una presencia lógicamente incómoda. Un adversario. Como ellos. O sencillamente hay demasiado ruido, esa música, quizás no pueden oírme. O verme. La iluminación es escasa. Agoniza en el techo el brillo tenue de una bombilla ocre. Serán las tres, las cuatro de la madrugada quizás. Tardo unos minutos en comprobar que somos los únicos clientes del establecimiento.
       Me incorporo lentamente, apoyándome en la silla que tengo más a mano. Al lavabo, vamos al lavabo. Esquivo un mar de cascos vacíos y empujo la puerta del servicio tambaleándome. El revólver en el bolsillo interior de la chaqueta. Orino sobre la tapa del váter y, desorientado a causa del alcohol, vomito directamente en el suelo. El revólver. Sí, aquí lo tengo. Lo saco con cuidado, compruebo el tambor, vuelvo a guardarlo. Me aferro al lavabo y encajo la cabeza en la pileta. El agua tibia resbala por mi nuca, goteando a la altura del mentón. Suspiro y me incorporo, clavando la mirada en la pared sin espejos. Dónde estoy. Por qué, Elsa; por qué. Dónde. Recuerdo la conversación que he escuchado en el tren que me ha traído hasta aquí. Una niña preguntaba a su padre “¿Tú eres buena persona?”. Él contesta “Sí”. La niña pregunta otra vez “¿Y yo?”. El padre responde “Bueno, vas mejorando”. La niña sonríe.
      Entonces escucho el disparo. Imagino a Stud, que no ha bebido tanto como yo, victorioso y aliviado como sólo un hombre sobrio puede estarlo, y a Nichols desangrándose con la cabeza inerte anclada en la barra. O al revés. Nichols completamente borracho, sin comprender qué demonios ha pasado, riéndose a carcajadas, como un niño, como un loco, mientras Stud, tirado en el suelo, pierde definitivamente la partida.
       Salgo del baño temblando, el revólver en una mano, el dinero en la otra. Cantidades fijas, sin apuestas, sin público. Como caballeros. Una bala por tambor.
       Stud me sonríe allá al fondo, acodado en la barra. “Tu turno”.
       Alguien apaga la música.
       Dónde, Elsa; por qué. Cómo.

jueves, 9 de abril de 2015

CONVICCIONES


       De entre todos los coleccionistas de discos, quizás sea José Luis Zarriaga el más firmemente interesado en la obra de los californianos Hate Revolution. Los sigue desde sus inicios, allá por 1981, cuando el punk-rock norteamericano era un hijo bastardo de la New Wave británica, una amalgama de guitarras ruidosas aderezadas con melodías más amables –y probablemente menos auténticas– que sus homólogas al otro lado del charco.
       Desde entonces el señor Zarriaga acumula en su fonoteca personal un total de 127 grabaciones –algunas de ellas inéditas– del famoso grupo angelino, entre las que cabe destacar un concierto en Bangladesh (1992, pésima calidad de sonido, registrado en vivo con un radiocasete de mano) y un par de discos de versiones extravagantes (1990 y 1996 respectivamente –hablamos en este caso de maquetas adquiridas directamente, previo soborno, a través de un antiguo manager de la banda–). Pero la joya de la corona, el mayor tesoro de Zarriaga es, sin lugar a dudas, una prueba de sonido de principios de los ochenta, cuando los todavía inexistentes Hate Revolution eran un grupo de pop almibarado y se hacían llamar –para mayor vergüenza– The Cotton Conspiracy. Añadiremos que nuestro protagonista es la única persona (viva) que podría probar este último dato, desmentido con frecuencia (y mal disimulada incomodidad) por los integrantes del combo.
      Tal y como acaba de explicarle al comisario de la exposición –el señor Pereiro, especialmente ilusionado con la idea de acceder a ese material–, Zarriaga preferiría dejar esta última grabación al margen de la sección “Before they were giants”, que pretende poner a disposición del público toda una serie de archivos sonoros previos a la eclosión del fenómeno punk-rock. Argumenta que la autenticidad de la maqueta es, como mínimo, dudosa –no menciona que la procedencia también lo es– y que, en cualquier caso, su colección de rarezas es lo suficientemente amplia como para permitirse el lujo de prescindir de ella. En consecuencia, opta por no comprometerse a este respecto –respetando, eso sí, el contrato de cesión temporal del resto de archivos– y, estrechando la mano del señor Pereiro, se despide hasta la fecha de la inauguración.
       De vuelta en casa, Zarriaga desempolva el viejo vinilo que contiene la presunta prueba de sonido de The Cotton Conspiracy, observa durante un rato el tocadiscos y, finalmente, decide pinchar la grabación. Suena tal y como la recordaba: guitarras angelicales, coros en falsete, percusión simplona y corta de potencia. Una blasfemia, “un pecado de juventud”, que dirían otros. Los ambiguos inicios de la banda, si preferimos hablar con objetividad, esquivando la fastidiosa esfera de lo valorativo.
       Nuestro amigo tiene ahora un problema. Comprueba que las explicaciones que ha ofrecido a Pereiro no son más que torpes excusas para eludir la responsabilidad de presentar en sociedad los vergonzantes primeros pasos de Hate Revolution, que, a juzgar por la desconocida prueba de sonido, aspiraban a copar descaradamente los primeros puestos en las listas de ventas. En efecto, si se desvelara el secreto, es muy probable que la banda californiana –respetadísima dentro y fuera de la escena independiente por su comprometida ética artística– pasase a ser tildada de fraude, habida cuenta de su inicial pretensión de abrirse paso en el mercado adolescente. También es muy probable que algunos (muchos) de sus fans renegaran del grupo en tal caso –y con los fanáticos ya se sabe: hoy te encumbran, mañana te apalean–. El capítulo más ejemplar de la efímera historia del punk-rock podría ser relegado, sin más, a una nota a pie de página de la historia de la música en general. Porque a fin de cuentas la historia de la música, aun en manos de musicólogos, no puede escribirse ignorando por completo el gusto de las masas, el dictamen –muchas veces injusto o azaroso– del público. Zarriaga se debate entre el apoyo incondicional a su banda preferida y el compromiso con la verdad, tratando de conciliar ambas convicciones en un esfuerzo desesperado.
       Piensa ahora nuestro amigo en los buenos y malos momentos que han marcado su historia personal, y en cómo esos momentos han tenido por banda sonora algún álbum de Hate Revolution: su primer beso (Love in hell, 1981), su primera borrachera –vomitona incluida– (Stay true, 1983), su primer trabajo –como agente de seguros– (Black & Red, 1989), su primer gran amor, ahora ya tan lejano (Falls, 1991), su prematuro divorcio (Feeling broken, 1994 –con colaboraciones de Brian Baker a la guitarra–), su primera cita con Beatriz (Shut up!, 1996) o el nacimiento de su hijo Nicolás (Decoder, 2000), bautizado en honor del cantante Nicholas Reiger –fallecido primer vocalista de la banda–. Cierra lentamente los ojos y recorre todo ese tiempo de la mano de la nostalgia. Recuerda su vida o lo que cree que ésta ha sido, con sus aristas e imperfecciones. Tarda unos minutos en volver al presente.
       Y es entonces cuando Zarriaga se descubre a sí mismo rascando, quizás inconscientemente, la ya gastada superficie del más importante de sus vinilos, un incunable The Cotton Conspiracy que ya nadie podrá escuchar jamás por culpa de un abrecartas extrañamente afilado. Una sonrisa grotesca le deforma los labios cuando la voz de Beatriz pregunta desde el salón:“¿Qué es ese ruido?”, esa voz que no se queja del inaudible rayado del disco (apenas un leve “rac-rac”) sino del volumen excesivo del último LP de Hate Revolution (Finally back, 2010), que literalmente atruena la casa. “Un trabajo sobresaliente”, sentencia Zarriaga empeñado en grabar a fuego en su mente la placidez de ese momento, o la destrucción del disco maldito, o ambas cosas, o qué más da.
       Mientras tanto el comisario Pereiro, todavía esperanzado, aguarda una llamada telefónica de última hora que no va a producirse.

jueves, 2 de abril de 2015

ILEX AQUIFOLIUM


       Aquel día llegué a Pontevedra muy temprano. Bajé del tren, compré una cajetilla de Fortuna y, dejando atrás el soportal de la estación, inicié de mala gana la larga caminata que me separaba de la casa de mis padres. Al pasar frente a la parada de taxis pensé en coger uno, pero recapacité enseguida: “Camina, eso te ayudará a mantener la calma”, me dije, “sobre todo no pierdas los nervios”. Imposible. Solemos pensar que la ansiedad es un estado de alerta, un útil biológico a nuestro servicio, cuando en esencia es una afección que más bien paraliza y ofusca.
       Entré en casa a las nueve y media. Me recibieron mis tíos –rama paterna–, me besaron mis tías –rama materna–, desde el fondo del salón abarrotado saludaban otros parientes lejanos difíciles de identificar, caras serias y meditabundas en actitud de espera. El final de la espera. Era cuestión de horas, lo teníamos perfectamente asumido. Sin embargo uno nunca está preparado para estas cosas. Recuerdo a mi madre agazapada en un rincón del sofá, llorando desconsoladamente, dirigiendo a todos y a nadie una mirada fatal que resumía la inminencia de lo inefable. Cogí la última galleta de chocolate que reposaba, huérfana, en una bandeja de plata. La plata es para los muertos, pensé sin saber por qué. Tomé asiento frente al reloj de pared, pero me puse en pie enseguida, incapaz de seguir fingiendo. –Quiero ver a mi padre –dije en mitad de algún instante, rompiendo el tiempo y el silencio.
       Varios pares de brazos anónimos me condujeron a la habitación de matrimonio de mis padres. Allí, en la cama, rodeado de libros de botánica que yacían esparcidos entre la mesilla de noche, el suelo y hasta la repisa de la ventana, pude distinguir el cuerpo de mi padre. Respiraba con dificultad, los ojos levemente entornados; parecía tranquilo y me alegré por él, por nosotros. El circo del salón, en comparación con la blanca quietud de aquella estancia, revelaba lo absurdo del trance: las cosas que deben suceder suceden sin más y la función toca a su fin independientemente del número de espectadores. Toqué su mano derecha, “Papá”; pero no me reconoció. Y entonces –me avergüenza decir esto– le odié con todas mis fuerzas; odié a aquel ser que ya no era mi padre, que ya no podía serlo y que ya nunca más lo sería, ese ser que se acababa, incapaz de reconocer a su hijo. Le besé en la frente y volví al salón. Antes de que alguien osase pronunciar alguna obviedad autocompasiva abrí el paquete de Fortuna. José María me puso una mano en el hombro, “Es ley de vida”, murmuró. Recuerdo haberle contestado mentalmente, con una acritud injustificada: “Qué mierda me estás contando, Chema; qué mierda me cuentas”. Volví a sentarme en silencio frente al reloj de pared, la mirada fija en las manecillas.
       A las dos de la tarde el tío Emilio sugirió que saliésemos a comer algo; la típica propuesta razonable que, por un estúpido sentido del decoro, nadie se había atrevido a lanzar todavía. Mi madre se quedó en casa, postrada junto a la cama de matrimonio, velando el cuerpo de mi padre, lo que quedaba de él. A pesar de que llevaba varios días sin probar bocado no pudimos convencerla de que nos acompañase. También a ella la besé en la frente antes de salir.
       Llegamos al restaurante y pedimos unas raciones para compartir. Comimos poco y mal. Alguien cogió un periódico y comentamos desinteresadamente las últimas noticias, desgracias ajenas que, fieles a su propósito, nos ayudaron a distraernos de las propias. Terminé el café y pedí la cuenta.
       Todo sucedió muy rápido a partir de entonces.
       Recibí una llamada en el teléfono móvil. Era mi madre, la voz ronca y gastada de mi madre. “Ya está”, dijo, e inmediatamente colgó sin darme tiempo a contestar. Parecía serena. Levanté la vista y encontré los ojos de Benita (“qué pasa, cuéntanos algo”). Tenemos que volver a casa, dije, dice mamá que ya está. Quizás no lo dije, quizás sólo lo pensé. José María cogió su abrigo con un inverosímil movimiento de torsión, echando los brazos hacia atrás por encima de su cabeza hasta encontrar el respaldo de la silla; una maniobra cómica y grotesca que ya nunca podré olvidar. Desde entonces siempre he pensado que mi tío tiene algo de mono –del mismo modo que sostengo que mi tía Benita tiene algo de hiena, por poner otro ejemplo–. Pero de esto nos ocuparemos más adelante, quizás en otro relato.
       Volvimos a casa en procesión, conmigo a la cabeza. ¿Qué se hace en estos casos? ¿Hay que llamar ya a la funeraria? ¿Tenemos que firmar algún documento legal? ¿Qué pasa con su cuenta del banco? ¿No quería papá donar su cuerpo a la facultad de medicina? Traté de ignorar estos interrogantes, por lo menos hasta que hubiera visto a mi padre, el cadáver de papá. Quería ser el primero –en realidad el segundo, tras mamá– en despedirme de él, en llorarlo como Dios manda, pero no me fue posible. Salí del dormitorio desconcertado, preguntándole a mi madre qué demonios había pasado en aquella habitación, ahora sombría y tenebrosa. El médico familiar, recién llegado, nos aseguró que no entendía la broma, repitiendo sin cesar (esto también se me ha quedado grabado) “No estoy yo para que me tomen el pelo a estas alturas”. Y aquella peste a humedad, eso también lo recordaré siempre. Y la boca abierta de Benita, sus dientes de hiena.
       Últimamente pienso mucho en aquellos versos de Jorge Manrique: “Quien no estuviera en presencia / no tenga fe en confianza / pues son olvido y mudanza / las condiciones de ausencia”. No tengo del todo claro si estoy entendiendo correctamente las palabras del Maestro. Me pregunto qué es exactamente la presencia, en qué consiste estar presente, y si el estar a medio camino entre el ser y el no-ser, entre presencia y ausencia, nos hace merecedores de confianza. No dejo de darle vueltas a las condiciones de ausencia (olvido y mudanza) y trato de explicarme la naturaleza de la metamorfosis de mi padre, abocado a abrazar ambas en su (acaso voluntario) retiro, si es cierto que se ha retirado. Pero sobre todo trato de asumir las consecuencias de su ausencia, de esta ausencia que no lo es del todo, esta ausencia incompleta que me impide despedirme de él y que nadie ha conseguido explicar de momento.
       Heredé, como es lógico, su colección de libros de botánica. En tardes como esta me descubro hojeando sus páginas, comprobando si he aprendido a distinguir unos árboles de otros. Tengo que reconocer que hasta ahora no me habían interesado en exceso las maravillas del mundo vegetal, pero comprenderán ustedes que las vivencias personales suelen influir poderosamente en nuestra sed de conocimiento, aunque sólo sea desde un punto de vista puramente pragmático. Ahora me gusta pasear por jardines, alamedas y huertas particulares –previo consentimiento– identificando variedades autóctonas, contemplando los magnolios en flor o los árboles frutales. Y me reconforta pensar que mi nueva afición me acerca un poco más a mi padre, a pesar del olvido y la mudanza.
       Lo sentí, lo siento mucho por papá, transformado –quién sabe si para siempre– en un Ilex aquifolium, un acebo común. Sentí no poder besarle nuevamente en la frente, principalmente porque ignoro dónde tienen la frente los árboles y, aunque la encontrara, las hojas de los acebos tienen tantas espinas en sus bordes que podría hacerme daño en el intento. Un acebo mi padre, que siempre odió la navidad. Supongo que de desgracias irónicas está hecha esta puta vida.
       Mamá permanece todavía postrada frente a la cama de matrimonio, podando a mi padre regularmente, regándolo con devoción, aferrada a la improbable posibilidad (“no tenga fe en confianza”) de que recobre algún día su apariencia original y negándose una y otra vez a donarlo al jardín botánico de Padrón, para disgusto de los asesores del alcalde.