lunes, 7 de diciembre de 2015

LA VANIDAD


       De pequeño me encantaban los columpios; eran realmente lo único que me interesaba del parque infantil o, suponiendo que esté exagerando, al menos sí eran el juego más divertido. Mucho más divertido que socializar inútilmente con otros niños insoportablemente normales, infantiles, idiotizados, los niños de mi pueblo, de mi edad, tan vulgares, tan mocosos, que con el paso del tiempo acabarían siendo adultos odiosos y feos y calvos. Mi infancia consistió en esquivar a esos niños feos y pre-calvos y hacerme fuerte en mi columpio y en mi soledad, aguardando pacientemente la llegada de edades adultas que me parecían prometedoras y muy próximas, casi a la vuelta de la esquina. Se trataba, por lo tanto, de soportar lo mejor posible esa etapa absurda de mi vida. Y, puestos a soportar, a esperar, mejor hacerlo –me decía yo– aquí arriba, en las alturas del columpio, este columpio que me eleva sobre todos esos hijos de puta, esos niños-demasiado-niños de ahí abajo que observan, pasmados, cómo la fuerza de mi impulso destensa, en el punto álgido, las cadenas que me sujetan a la estructura metálica en un juego temerario que he terminado por dominar a la perfección. Miradme subir, cabrones; miradme subir. Aquí, aquí arriba. Mirad bien. 
       Llegué, como he dicho, a dominar el columpio. La fuerza, la masa, la velocidad, la aceleración. Me convertí en un atleta en miniatura pero, si bien supe controlar el orgullo, no puedo decir lo mismo de mis ambiciones y, en definitiva, de mi vanidad. Los niños tristes, absurdos y pre-calvos dejaron de asistir boquiabiertos a mi despliegue de competencias, acostumbrados –demasiado bien acostumbrados, pensaba yo– a la excelencia por mí alcanzada. Era necesario subir el listón. Efectué mi primer salto desde lo alto del columpio un viernes por la tarde, aterrizando sin problemas y con cierta gracia sobre la arena mullida del parque infantil. Semejante hazaña era entonces poco menos que una quimera; nadie tenía conocimiento de un salto desde el columpio, no existían precedentes en niños de mi edad. Me había convertido en un pionero. 
       A partir de aquel momento empecé a trazar en la arena, tras cada salto, una línea que marcara la distancia alcanzada, a fin de superarme en el siguiente vuelo. Cada día, decenas de niños asistían embobados a mi imparable progresión, a los récords una y otra vez pulverizados, al perfeccionamiento de mis caídas y a la desaparición de mis pequeños errores de cálculo. Fue una de las mejores etapas de mi vida, aunque eso no lo supiera entonces, obcecado como estaba en quemar mi infancia, en dejarla atrás para siempre. Estaba reivindicándome como individuo alejado de la masa, y creo que en cierta medida lo conseguí realmente. Podría haberme conformado con esto, regodearme en mi superioridad de parque infantil, pero estaba ya obsesionado con los escalones superiores, con el final de la escalera y de mis posibilidades. Y tras llevar varios días atascado, incapaz de superar mi propia marca (la única), sucedió lo inevitable. 
       En los segundos que siguieron a la caída de aquel salto –excesivo, grotesco, casi diríase suicida–, uno de aquellos niños feos, vulgares y pre-calvos se acercó a la región arenosa que yo ocupaba –hecho un ovillo, doliéndome en silencio, inmóvil, avergonzado, vencido– y me dijo: “Estás sangrando por la boca, Raúl”. Rehusé confirmar o negar. Inmediatamente se volvió hacia el auditorio, del que él era la avanzadilla, y proclamó: “¡Está sangrando! ¡Está sangrando por la boca!”. Oí a mis espaldas, en primer lugar, un silencio respetuoso como respuesta al anuncio. Pero a medida que me incorporaba, llevándome los dedos a la boca para comprobar el alcance de la lesión, todo aquel vulgo infantil empezó a perderme el respeto. Podía sentirlo. Oí entonces cuchicheos, murmuraciones que dieron paso a tímidas sonrisas condescendientes primero y a abiertas carcajadas apenas pasados unos minutos. Las burlas despiadadas tampoco se hicieron esperar. Cabizbajo, abandoné el parque y juré para mis adentros que no volvería jamás. 
       Hoy, tantísimos años después, pienso en aquel niño estúpido, débil y pre-calvo, en cómo se aproximó al lugar que yo ocupaba para confirmar que estaba sangrando, que había perdido, que era mortal. Yo no conocía –ni conozco– de nada a ese niño estúpido que quizás ahora trabaje como contable o procurador y seguramente sea un hombre gris y odioso y ya propiamente calvo o –en el peor de los casos– post-calvo. Y sonrío al pensar que ese niño, que tuvo que conformarse con el anonimato, con mi indiferencia feroz hacia su persona o sus amigos, conocía perfectamente mis hazañas, mi fracaso y mi nombre. Yo seré siempre “Raúl” para él; sí: “Raúl, el que se rompió la boca saltando desde el columpio”. Me gané la inmortalidad y sólo tuve que pagar, a cambio, un mísero par de dientes de leche.