jueves, 6 de agosto de 2015

EL VENENO


      Tres personas de mi entorno conocieron mis problemas con las drogas. Una de ellas está muerta –problemas con las drogas–, otra es mi padre. 
          La otra es mi madre.
       Mi madre se está muriendo. Hablemos de ella, habida cuenta de que la gente que se está muriendo suele parecer más interesante que la que está sencillamente viva o muerta –gente definida, en cualquier caso– y obviemos el inconveniente dato de que todos, en sentido laxo, seamos moribundos sin remedio por el mero hecho de existir. Todos condenados, todos muertos en potencia.
        Mi madre tiene cincuenta años y un cáncer terminal. Le gustan los vestidos rojos y las infusiones a media tarde. Ahora también le gustan las drogas, pero por razones muy distintas a las mías. Sedación. Pronto dejarán de gustarle. Pronto dejará de gustarle cualquier cosa. Metástasis. Todo empezó en el útero. Estudió Derecho.
       Mi madre me educó con el propósito de convertirme en una persona fuerte e independiente. Si finalmente no lo consiguió fue sin duda por mi culpa, debido a mi incapacidad congénita para plantarle cara a la vida. Ella fue la primera en encontrarme con una jeringuilla anclada al brazo, la boca espumeante, los pantalones meados, los ojos inertes. Trató de ayudarme mientras pudo, mostrándose comprensiva al principio, encerrándome con llave más adelante, ocultando a mi padre las tragedias diarias, los robos, los insultos. Las desapariciones. Incluso cuando ya no se podía hacer más, mi madre siguió haciendo aquello que no se podía hacer. Y esa es la única razón por la que hoy puedo contarles todo esto.
       Cuando la situación devino insoportable, me internó en una clínica de desintoxicación. Me hice amigo de la metadona –la ingrata metadona, la dulce–. Perdí peso, vomité hasta perder el sentido. Mi padre, claro está, terminó por enterarse, pero se ahorró lo peor gracias al empeño de mi madre. Tras cuatro años enganchado a la heroína, después de haber dejado a Isaac por el camino, pude retomar lo que quedaba de mí mismo, de mi vida. Fue entonces cuando mi madre enfermó.
       Quiso ocultárnoslo al principio, pero los efectos de la quimioterapia no se hicieron esperar. Algunas veces acompañaba a mi madre hasta el puerto, paseábamos a menudo. Una tarde le dije que se quitara la pañoleta de la cabeza y saludara a unos turistas que asomaban a proa en un transatlántico de lujo. No le sentó bien. Volvimos a casa.
       Mi madre también adelgazó, también vomitó hasta perder el sentido. Consumida. En otra ocasión le aseguré que la droga y el cáncer no son cosas tan distintas. Me pegó. Me pegó con tanta fuerza que llegué a pensar que no estaba enferma en absoluto. No insistí. Tampoco he vuelto a decirle algo parecido. Se ve que le duele que hable de estas cosas.
       Ahora me ocupo de ella en casa. Mi padre dice que no puede más; no le culpo. Creo que está deprimido, tampoco él sale de casa. Mi madre ni siquiera se levanta de la cama. Yo le ordeno las pastillas, la aseo, le doy conversación, le preparo las comidas. Dice que le duele todo mucho. A veces lo dice. Y no sé si con “todo” se refiere a su propio cuerpo o a cualquier otra cosa. A lo peor se refiere a mí. Nunca le pregunto.
       Hace cuatro años yo estaba tirado en un descampado con Isaac, los zapatos llenos de barro. Hablábamos de Madrid, hacíamos planes. Ahora imagino que el brazo izquierdo de mi madre es un mapa. De España, por ejemplo. Las venas son carreteras y ahí, en el centro, en la parte interior de la articulación del brazo con el antebrazo, observo la capital. Distingo tres autopistas azuladas que conducen a la periferia de las falanges. Me pregunto en cuál de ellas debería marcar una equis que me reconcilie con mis planes, con los suyos, en cuál debería clavar la aguja hipodérmica que sujeto entre los dedos de mi mano derecha, en cuál debería descargar, empujando lentamente el émbolo, el veneno que nos ha arruinado la vida, el mismo que esta mañana he vuelto a comprar a buen precio a los amigos de Isaac.