jueves, 13 de agosto de 2015

EL ORGULLO


        El hombre encuentra, justo al agacharse para recoger su sombrero, una libreta Moleskine negra, de tapa dura, tirada junto al banco que ocupa en el andén de la estación de trenes. La sostiene con cuidado, mira a un lado y a otro, y después la guarda rápidamente en uno de los bolsillos interiores de su chaqueta. Tras unos segundos de tregua se pregunta por qué lo ha hecho. Por qué, en vez de llevarla a la oficina de objetos perdidos de la propia estación, ha decidido quedársela sin titubeos y –lo que es peor– sin apenas remordimientos de conciencia. En esto piensa el hombre cuando sube al tren que le llevará lejos de allí.
       Cuando sube al vagón, el hombre aparca a un lado los problemas éticos que se derivan de su reciente conducta. Le quedan por delante varias horas de viaje y le resulta más interesante satisfacer el deseo de explorar lo inexplorado paseando su mirada y su atención por las páginas privadas de la libreta. Asaltado por pensamientos de índole paranoica, el hombre vuelve a mirar a ambos lados (e incluso hacia atrás y hacia delante), temeroso de que el propietario se encuentre en ese mismo vagón. Al cabo la abre, hallando varias citas literarias al principio: Proust, Joyce, Beckett o Mansfield se suceden, con geniales reflexiones en torno a su arte, en las primeras páginas de la libreta robada –robada no, pensará el hombre; en todo caso no devuelta–. Empieza a sospechar, entre curioso y divertido, que su dueño podría ser, al igual que él, escritor.
       Las páginas siguientes no hacen sino confirmar las sospechas del hombre; conviven ahí, en letra casi microscópica y aparente desorden, esbozos de personajes, sinopsis, poemas corregidos una y otra vez, e incluso un “proyecto de novela” que ocupa el centro de la libreta. El tipo no escribe del todo mal, dice el hombre para sus adentros. Y es entonces cuando se sorprende a sí mismo acosado por el fantasma de la envidia. Cierra la libreta unos instantes. Suspira. Medita. Sonríe despreocupado. Vuelve a abrirla.
       En una de las páginas finales el hombre distingue, entre una amalgama de trazos imprecisos que sin duda responden al empeño de hacer funcionar un bolígrafo rebelde o gastado, varias direcciones postales. Direcciones de sus amigos, piensa, direcciones a las que puede enviar la libreta en caso de optar por devolverla. Esta última idea le reconforta –no el devolver la libreta, sino la posibilidad de devolverla si llega a sentirse demasiado culpable–. La verdad, por mezquina que resulte, es que no quiere hacerlo, al menos no inmediatamente. 
       Pero lo más curioso de todo es una crítica de apenas tres líneas que clausura el espacio escrito. En ella, el dueño de la libreta ha escrito: “Los infelices, el último libro de relatos de Roberto Heraldo, constituye la enésima prueba de la falta de talento de nuestros escritores actuales, sin duda más centrados en publicar que en escribir como Dios manda”. El hombre frunce el ceño con una sonrisa despreciativa, en parte porque no está de acuerdo con la valoración de la obra, en parte porque Roberto es su nombre y Heraldo su apellido.
       Debería alegrarse. Debería alegrarse porque, a pesar de la dureza de la crítica, su sola existencia prueba que el dueño de la libreta es uno de sus lectores –uno que probablemente no volverá a comprar o leer ningún libro suyo, pero un lector a fin de cuentas–. Además, ahora que sabe la opinión que le merece al anónimo indeseable su última colección de relatos, su sentimiento de culpabilidad va disminuyendo hasta desaparecer casi por completo. “Le va a devolver la libreta su madre”, dice para sí el hombre. Después se recuesta en el asiento, contempla el paisaje que corre a través de la ventana y espera pacientemente a que se le pase el enfado.
       Unos minutos más tarde, con el ánimo ya templado, el hombre concluye que no tiene ningún derecho a sentirse ofendido por una opinión estrictamente privada, y menos sabiendo que todas las críticas que se han publicado en periódicos o revistas culturales coinciden en señalar su obra como un aporte original e imaginativo al género. A partir de este punto se imagina al dueño de la libreta como un escritorzuelo resentido e incapaz de asumir el éxito de colegas más brillantes. Un perdedor, un paria. Pero también un imbécil que merece algún tipo de escarmiento.
       El hombre se dispone a tomar la siguiente determinación: dedicará el tiempo de trayecto que le resta a redactar, en el espacio que sigue a la crítica despiadada, una pormenorizada refutación de los cargos que se le imputan. Después, una vez abandone el tren, introducirá la libreta en un sobre acolchado y la enviará –sin remitente– a alguna de las direcciones que figuran en las páginas finales. De este modo el escritorzuelo recuperará no sólo su libreta, sino además la debida humildad que –presupone el hombre– también debe haber extraviado.
       Cuando sólo faltan cinco minutos para el final del trayecto, Roberto Heraldo guarda nuevamente la libreta, ya violada, en el bolsillo interior de su chaqueta, y pide paso, muy educadamente, al ocupante del asiento vecino, que da al pasillo, para dirigirse a la salida del vagón. Éste contesta de inmediato, solícito, con una media sonrisa y una frase calculadas: “No tendré ningún inconveniente en dejarle pasar siempre y cuando usted no tenga inconveniente en devolverme mi libreta”.
       El hombre piensa que es del todo imposible. Que es imposible que ese joven pasajero sea el dueño de la libreta, que es inaudito que, siéndolo, no se haya opuesto a que otra persona –un completo desconocido, para ser exactos– paseara sus ojos y su atención por sus apuntes privados sin abrir la boca hasta el final, que nada puede explicar su permisividad, su aplomo, especialmente cuando, en los últimos minutos, ha asistido impávido al bailoteo de un bolígrafo que no es el suyo sobre las páginas secretas, resistiéndose a intervenir. Como el hombre, completamente atónito, no se encuentra en condiciones de entablar una conversación –ni aun de pronunciar palabra o ejecutar movimiento alguno–, el joven se adelanta, registra el interior de la chaqueta como si el hombre fuera un vulgar ladrón y extrae del bolsillo su libreta. Suspira entonces satisfecho y pregunta: “¿Podría indicarme dónde ha escrito usted?”. El hombre, sin atreverse siquiera a mirar a los ojos de su interlocutor, abre la Moleskine negra y señala con mano temblorosa las páginas que siguen a la crítica de su propio libro, aquellas donde ha intentado resarcirse del daño causado. “¡Vaya!”, continúa el joven tras haber leído fugazmente los argumentos del hombre, “Es una buena contrarréplica. Un tanto parcial, pero aceptablemente escrita”, y después, con un tono de burla bien trabado, casi imperceptible: “Si hiciera usted el favor de decirme su nombre, ahora mismo lo escribiría entre paréntesis al pie de su texto, a fin de aclarar la autoría, si no hubiera inconveniente”.
       El tren detiene su marcha. El hombre piensa que sería el momento idóneo para escapar, para salir corriendo con el resto de pasajeros, alcanzar la salida del vagón y perderse rápidamente entre la muchedumbre anónima, pero una figura antipática, que no es otra que el cuerpo del joven aguardando una respuesta, se interpone fatalmente entre él y el pasillo.
       Y es entonces cuando el hombre, resignado y con voz entrecortada, contesta que su nombre es Salustiano García, en parte porque está terriblemente avergonzado, en parte porque su orgullo se resiste a aceptar que ese joven escritorzuelo sea incapaz de reconocer a Roberto Heraldo, autor de Los infelices.