jueves, 7 de mayo de 2015

UNA PROMESA


       Ignoro si la capacidad de hacer promesas es un mecanismo de autoafirmación o si es más bien un subterfugio que nos permite fortalecer, siquiera ilusoriamente, los lazos de unión con otras personas, animales u objetos. Puede que sea ambas cosas –la verdad es que no tengo una opinión formada al respecto–. Reflexionar sobre la naturaleza o la función de las promesas es una tarea que quizás me venga grande; les recomiendo que consulten al antropólogo más cercano. Lo que sí puedo contarles –y de hecho es eso lo que me propongo– es la historia de una promesa singular, una promesa de esas que la gente (irresponsable) hace sin darse cuenta, ignorante de las indeseables consecuencias que bien podrían abrirse paso en un escenario futuro, en una vida posible.
       Marta y Cosme mantuvieron, hace poco más de cinco años, una intensa relación amorosa. Se quisieron mucho y con una devoción inusitada. Finalmente, por cuestiones que no vienen al caso, decidieron dejar de verse, dejar de follarse, dejar de llamarse, todo de mutuo acuerdo. Sin embargo, Cosme creyó divertido (o útil, o sencillamente simbólico) proponer un pacto post-ruptura a Marta, comprometiéndola a cumplir una promesa que, no del todo inocente, los mantendría ligados quizás para el resto de sus vidas. Yo, por mi parte, me comprometo a no desvelarla todavía. Dejemos que sea la propia Marta quien lo haga. “¿Quién? ¿Yo?”. Sí, tú (perdonen ustedes esta intromisión imprevista). Y ahora déjame en paz, que estoy escribiendo. No se te ocurra aparecer hasta que yo te lo pida.
       Bien, hablemos ahora de Pedro. Nuestro querido Pedro –alto, guapo y noble– conoce a Marta algún tiempo después, hace poco menos de dos años, en una biblioteca pública (sí, todavía hay gente que se enamora en las bibliotecas públicas, del mismo modo que, aunque parezca increíble, hay quien lo hace en estercoleros o misiones de guerra). Enseguida entablan conversación, se conocen, quedan para cenar, intercambian números de teléfono. Se gustan, eso es obvio. Y con el paso del tiempo, como he dicho, también se enamoran, se van a vivir juntos, hacen planes. Así están en este momento del relato, pero respetemos su parcela de protagonismo. Les dejo con ellos, que acaban de echar, en el apartamento de Pedro, el polvo de sus vidas.
       –¡Dios, creo que nunca me habían follado así! –exclama Marta mientras limpia con papel higiénico los rebeldes restos de semen pegados a su nariz.
       –Vaya, me alegro. A mí también me ha gustado mucho –dice Pedro tratando de recuperar el aliento.
       Después se acarician un rato, se hacen carantoñas, se desperezan. Marta va al baño, vuelve a la cama y comenta una noticia intrascendente, una noticia que ella cree intrascendente.
       –Esta mañana he recibido un e-mail de Cosme.
       –¿Cosme el guapo? –inquiere Pedro, que ya conoce parte de la historia.
       –¡Qué tontito te pones tú a veces! –Contesta Marta golpeando, medio en broma, la mejilla izquierda de su novio–. Resulta que se casa el mes que viene.
       Pedro no sabría decir por qué, pero al escuchar esto se siente tremendamente aliviado. Marta continúa.
       –Quizás sea el momento de aclararle que no pienso cumplir nuestra promesa. Han pasado tantas cosas desde entonces que ya no tiene sentido.
       De acuerdo, aquí aparece por primera vez la promesa; conocemos, por boca de Marta, la primera alusión al pacto. Traten de imaginarse lo que siguió después –quizás la pregunta obligada de Pedro (“¿De qué promesa estás hablando?”), quizás un silencio pétreo e insostenible, quizás un brusco cambio de tema–, intenten vislumbrar (sé que ya lo están haciendo) el tipo de promesa que Marta, hace no tantos años, hizo a Cosme, esa promesa que según ella “ya no tiene sentido”. Y abandonemos el escenario. Dejemos a Pedro en su dormitorio y que sea ella la que se explique. Adelante Marta; ahora sí.
       “La verdad es que fue Cosme el que me lo propuso. Nos queríamos mucho y no pude negarme, no fui capaz. Me pareció una broma estúpida, así que acepté sin más, pensando que él no reclamaría jamás el cumplimiento de nuestra promesa. Por eso, cuando recibí su e-mail, pensé que…”
       Abreviando, Marta. Cuenta a los lectores qué os prometisteis.
       “Cosme me hizo prometerle que, en caso de casarnos alguno de los dos, nos acostaríamos juntos por última vez, un polvo de despedida de solteros en el que daríamos rienda suelta a nuestras fantasías sexuales más inconfesables.”
       De acuerdo, Marta. Es más que suficiente. Muchas gracias.
       Nuestra querida amiga le contó a Pedro esta misma historia, tranquilizándole acerca de aquel pacto (“No te preocupes, fue una tontería, no me apetece en absoluto acostarme con Cosme”). Pero él, aun convencido de que tal encuentro no iba a producirse, quiso saber si ella tenía alguna fantasía sexual por cumplir. “Algo hay”, fue la risueña respuesta de Marta. Y fue entonces cuando Pedro se hundió.
       Cuando dos personas se quieren como se querían Marta y Pedro, tan fogosa y sinceramente, son pocos los juegos sexuales que se resisten a ser probados. Me atrevería a decir que, en el caso de las parejas más sanas y abiertas, basta el transcurso de un año para poner en práctica todos los deseos prohibidos. Por eso no es de extrañar que Pedro –que ya había experimentado con Marta el misionero, la cucharilla, el perrito, el sexo oral, los azotes, los ahogamientos, la lluvia dorada, el sexo anal, el sesenta y nueve, el pino-puente, los disfraces y las esposas, los faciales, el dragón, la bola de nieve, el beso negro, el libanés y un largo etcétera– quisiera pedir explicaciones sobre esa fantasía inconfesable que, al parecer, Marta se estaba guardando.
       Y, claro, Marta terminó por confesar que quería hacérselo con dos tíos a la vez.
       Imagínense ahora a Pedro pensativo, Pedro quizás colérico o simplemente ausente, un hombre que no se explica por qué su novia no ha tenido la confianza suficiente para proponerle un juego que él hubiera aceptado sin reservas y de muy buena gana, un hombre desencantado que a partir de ese momento esquiva la mirada de su pareja en un vano intento por mostrar su decepción –ella no responde a estos códigos, nunca acaba de entenderlos–, Pedro que se torna esquivo e inapetente hasta que decide buscar en la guía de teléfonos el número de Cosme (Cosme García, Arquitecto), Pedro hablando consigo mismo “Quizás debería llamarlo, contarle que estoy al tanto de la promesa, decirle que no me parece mal, que me parece incluso bien, que estoy dispuesto a participar y a facilitar el encuentro, sólo dime cómo, dónde, cuándo, podríamos hacerlo en mi apartamento, y si al final estoy muy nervioso y no se me levanta estaría encantado de retirarme a un rincón del dormitorio para veros follar, para ver cómo te follas a mi novia, Marta clavándome los ojos mientras la penetras con furia (seguro que tienes una buena polla, Cosme), y tal vez hacernos amigos, repetir más adelante, quién sabe”, imagínense a Pedro venciendo una timidez galopante, concertando finalmente esa cita con Cosme –Marta no sabe nada, será una sorpresa–, nuestro hombre que oye el timbre de la puerta y sabe ya quién está al otro lado, y enseguida el silencio de Marta en el sofá y la súbita revelación (“¡Cuánto tiempo, Cosme!”), ella que todavía no comprende y ellos que le explican, y Marta que accede y se desnuda tras horas de vino y aperitivos salados, Pedro con esa luz en la mirada (“Esto es lo que querías, te vamos a dar lo tuyo”). Imagínense a Cosme con una erección de caballo y a Pedro que no sabe dónde meterse, a Marta entusiasmada, excitadísima, gritando guarradas que nunca antes habían salido de sus labios. Y Cosme que empieza, al principio con suavidad, después salvajemente, mientras Pedro (esto ya lo había previsto) se agazapa entre las sábanas, incapaz de asumir el gozo de su novia. “Seguid, no os preocupéis por mí”, acertará a susurrar, y quizás Marta conteste “Si quieres paramos”, pero es obvio que se lo están pasando en grande, que se van a correr de un momento a otro. Imagínense a Cosme eyaculando como un geiser y a Marta retorciéndose entre las sábanas, a Pedro intentando masturbarse infructuosamente, el pene fláccido e irritado. Tras el festín todo sucede deprisa: vestirse, ir al baño, pedir disculpas (Pedro), breve intercambio de pareceres ya en la puerta de la calle, despedida acaso definitiva (Cosme), y Marta y Pedro que se quedan solos y no se dicen nada, y se van a la cama y tampoco se dicen nada, y ella manchando finalmente el silencio con un tibio “buenas noches” que él recibe sin contestar. Imaginen a Pedro que intenta dormir, Pedro dando vueltas en la cama junto a una Marta ya dormida –“¿Qué estará soñando?”–, Pedro que se odia a sí mismo por haber entrado en el juego, por haberlo facilitado incluso (por haber fallado también), Pedro que piensa que Marta sí quería hacérselo con Cosme, que lo echaba de menos, que ahora ha redescubierto su potencia sexual. Imaginen a Pedro asumiendo, con el paso de los meses, que la relación que mantiene con Marta sólo puede funcionar si Cosme aparece por su apartamento de cuando en cuando para amenizar la velada.
       Imagínense a Pedro, tras varias noches en vela, sujetando el teléfono móvil entre los dedos índice y pulgar, dudando hasta la extenuación si debe ponerse en contacto por segunda vez con Cosme.
       Imagínense, digo, porque lo que sucedió en realidad es que Pedro terminó por abandonar a Marta por culpa de una promesa, ese mecanismo de autoafirmación, o más bien ese subterfugio que nos permite fortalecer, siquiera ilusoriamente, los lazos de unión con otras personas, animales u objetos, jodiéndonos la vida irremisiblemente. Vayan, vayan a consultar al antropólogo.