lunes, 18 de mayo de 2015

PRIMER VIAJE


       Cibrán acaba de sacarse el carnet de conducir. No es algo de lo que se sienta especialmente orgulloso, pero se dice a sí mismo que por lo menos es útil: en caso de emergencia podría llevar a algún conocido hasta el ambulatorio –por poner un ejemplo de abuela–. Su padre le convence de la importancia de mantener el hábito de la conducción al tiempo que le propone monitorizar sus primeras salidas. A las cuatro de la tarde están los dos en el garaje, frente al sedán familiar, dispuestos a compartir ese primer viaje que es todo un rito de iniciación temido por algunos hijos y ansiado por ciertos padres.
     Cibrán se siente un poco descolocado al entrar por la puerta del conductor, una sensación que oscila entre el poderío freudiano y el terror más absoluto. Hoy manda él. Su padre dice “Ponte el cinturón, hijo”. Cibrán obedece contrariado porque odia que le digan lo que él ya sabe que debe hacer. Después termina de orientar los espejos retrovisores, enciende el motor y baja lenta, firmemente, el freno de mano.
       Su hermano mayor ya se lo había advertido: “No es tan fácil sacar el coche del garaje, chaval”. Siempre animando, su hermano. En efecto, la cuesta que los separa del mundo exterior es realmente endemoniada; empinada, en curva, estrecha hasta rozar el ridículo. Todo un reto para Cibrán, que mete primera y poco a poco va levantando el pie izquierdo del embrague, comprobando que el coche de prácticas de la autoescuela (utilitario y diesel) no tiene nada que ver con el enorme turismo que ruge ahora, intimidante, bajo su inexperto trasero. Y claro, al primer acelerón el coche se cala.
       Su padre suspira, se hace el silencio en el interior del vehículo. “No te preocupes, hijo; vuelve a encender y dale gas mientras subes despacito el embrague. Esto nos ha pasado a todos”. Cibrán asiente avergonzado y obedece. Esta vez saca el coche muy lentamente de la plaza de garaje y gira a la derecha para enfilar la curva que conduce a la cuesta de salida. Entonces, ya frente al enemigo fatal, su padre le da las indicaciones que les conducirán al exterior: “Esta salida es muy puta, Cibrán. Ábrete todo lo que puedas ahora, de lo contrario rozamos. Y písale bien después de la primera maniobra, que hay mucha pendiente; pero gira al mismo tiempo, gira mucho, que al principio la curva es más cerrada. Pégate a la derecha entonces, que ya abro yo la puerta del garaje con el mando a distancia. Y sobre todo, que no se te cale el coche mientras esperamos que se abra: que no se te vaya para atrás, por Dios”.
       Cibrán no entiende nada. Se pregunta cómo puede ser tan difícil sacar un coche de un garaje, se dice que no puede ser ni la mitad de difícil que sacarse la carrera de medicina. Recuerda cuando, siendo niño, su padre le enseñaba a hacer castillos de arena en la playa. Cibrán no entendía que la arena tuviera que estar húmeda para adquirir consistencia, así que la destreza de su padre le parecía a él una cosa de otro mundo.
       “¡No, no, no! Vuelve atrás, tienes que entrar más ladeado. Así rozamos seguro”. Cibrán mete marcha atrás y, quizás porque empieza a ponerse nervioso, olvida mirar por el espejo retrovisor. Por suerte, su padre no se da cuenta. “Vale; dale ahora”. Tras un brusco acelerón la entrada es buena. Ahora falta lo más difícil: maniobrar al tiempo que el coche escala la pendiente. Pero en ese momento se abre la puerta del garaje.
       Es Santi (más bien el morro de su automóvil), el vecino del tercero izquierda, que vuelve de trabajar. El padre de Cibrán da orden de volver a ocupar la plaza –el pasillo es demasiado estrecho– hasta que Santi, que ahora les saluda por la ventanilla, haya aparcado el coche en la suya. “Y rapidito, que no tenemos por qué hacerle esperar”.
       Cibrán piensa que esto último ya sobra. No tiene doce años, no está haciendo los deberes, no le han quedado tres para septiembre. Está conduciendo, acaba de sacarse el carnet, se merece un mínimo de respeto, de consideración, de apoyo. ¿No tenemos por qué hacerle esperar? ¡Soy yo el que no tiene por qué aguantar esto! Eso debió haberle dicho a su padre, eso quiso decir. Pero no lo hizo.
       Cuando Santi desaparece del garaje, el padre de Cibrán indica con una seña que es el momento de reanudar la salida. Pero su hijo está ya completamente desconcentrado, lo nota. Sabe que sería un peligro dejarle conducir en estas condiciones. Así, se ofrece a sacar el coche del garaje en su lugar. Cibrán se niega y, llevando su mano derecha a la llave de contacto, enciende el motor, baja el freno de mano, pone el intermitente, maniobra suavemente, acelera con cuidado, se planta frente a la cuesta, se abre hacia la derecha, todo lo que puede, con destreza, firmemente, vuelve a acelerar, levanta el embrague, asciende, asciende, gira ahora a la izquierda, sin prisa, sin dejar de acelerar, prestando atención a las columnas amenazantes, endereza ahora la dirección, indicando a su padre que es el momento de abrir, con el mando, la puerta del garaje. El mando no aparece. “¿Cómo que no aparece, papá?”. El padre de Cibrán busca en la guantera, pero su hijo avanza ya hacia el botón de apertura manual, baja la ventanilla, arrima el coche, pulsa el botón, mantiene el motor en marcha (“No te cales”, piensa, “ni se te ocurra calarte”). La puerta termina de abrirse. Unos instantes más tarde, la luz del sol atraviesa la luna delantera.
       Sin tiempo siquiera para sentirse orgulloso, Cibrán pone el intermitente y se incorpora a la carretera. Su padre ha dejado de darle instrucciones, le deja hacer y enciende la radio. Suena una canción de Shakira. “Baja el volumen, papá”. Mejor sin música.
       Cuando llegan al centro de la ciudad, abrumados por el atasco, deciden aprovechar una rotonda para dar media vuelta. Un conductor despistado los embiste en mitad de la curva; nada grave, una pequeña abolladura en el guardabarros trasero. El padre de Cibrán sale del coche para comprobar los daños, encolerizado, increpando desproporcionadamente al dueño del vehículo. Atento a la lamentable escena, Cibrán permanece a los mandos, preguntándose si el despistado en cuestión sabrá construir castillos de arena, si tendrá un hermano mayor que hace insoportables advertencias de hermano mayor, si le molestará que le digan lo que él ya sabe que debe hacer, porque eso es lo que intuye que su padre está haciendo en este momento.