jueves, 14 de mayo de 2015

MESA REDONDA


       Poco a poco vamos entrando todos en el salón y, tras unas fugaces presentaciones que no ocultan nuestro interés por comenzar cuanto antes, nos sentamos alrededor de la mesa redonda. Los anfitriones se esfuerzan en complacernos. Eustaquio abre una caja de Farias; enciende uno y ofrece los restantes, que son tímidamente rechazados. Lidia sirve unas copas a las que en principio nadie presta atención, pero que algunos –por cortesía o simplemente por desidia– acabamos catando. Los preámbulos son siempre bienvenidos cuando uno se inicia en estas reuniones: sirven para aliviar tensiones y propician un agradable clima de camaradería. Además, a juzgar por las caras de algunos de mis compañeros, apostaría a que no soy el único novato aquí, esta noche.
       Una tal Carolina es la primera en probar. Pide el turno y se levanta de la silla, dejando su fular sobre el respaldo. Hace gárgaras con la bebida y respira hondo para poner a punto una voz que ya intuyo celestial. Tras unos segundos de duda, la mujer pone los ojos en blanco y da comienzo a su serenata: “¡Oink!” “¡Oink!” “¡Oink!”. Un cerdo; magnífico. Los aplausos resuenan en el amplio salón para dar la enhorabuena a la primera imitadora de la noche –natural, escueta, directa, nada escandalosa, creíble– mientras Eustaquio se apresura en puntuar la intervención con un siete y medio que a muchos nos parece un poco pobre, sobre todo teniendo en cuenta que Carolina se ha encargado de romper el hielo.
       Después le toca a Indalecio, cuya barba espesa y canosa causa en nosotros falsas expectativas sobre una posible imitación del ulular de un búho. Finalmente, tras una afectada tanda de aspavientos y un carraspeo forzado, nuestro compañero nos obsequia con un relincho harto reconocible, a un tiempo animal y civilizado; un caballo de granja, sin duda, un sonido manso y templado que arranca desde el estómago y se desvanece lentamente en la atmósfera del salón, depositándose poco a poco en el suelo alfombrado. Eustaquio hace un gesto de aprobación que enseguida encuentra su correlato numérico: “Un ocho y medio para Indalecio”. Todos aplaudimos sonrientes.
       Más tarde Abraham se pone en pie, ruega silencio y empieza a dar vueltas por la habitación, con pasos muy cortos y la mirada gacha. Algunos –los “nuevos”– comentamos en voz baja la técnica del judío, quizás excesivamente ampulosa. Pasados un par de minutos, el anciano cierra los ojos, se clava en el suelo y vomita un rugido estremecedor, prolongado, en cierto modo asmático. Bastante bueno, sí señor. “Un ocho para el puma de Abraham”, sentencia Lidia mientras sirve otra ronda de copas que –esta vez sí– bebemos con convicción. Eustaquio da unos golpecitos en la espalda del tercer participante, felicitándolo.
       La noche transcurre sin incidentes hasta que ya sólo falta un último imitador, un tal Gabriel que no ha abierto la boca ni siquiera para reírse –muchos lo han hecho– de mis lamentables intentos de reproducción del sonido de las ballenas (lo reconozco: pequé de soberbia en esta mi primera vez). Cuando el hombre se incorpora, nuestros anfitriones contienen la respiración, conminándonos a hacer lo mismo al resto de participantes. Expectante como el que más, no tardo en sucumbir a la decepción: con ambas manos apoyadas en el borde de la mesa, ligeramente encorvado, Gabriel permanece en silencio durante cinco minutos eternos.
       Cuando termina no puedo evitar fijarme en las lágrimas de emoción que surcan el rostro de Lidia, unas lágrimas que parecen subrayar, contra todo pronóstico, la pretendida excelencia de una imitación que –aunque yo no alcance a comprender por qué– todos identifican sin discrepancias y al unísono: un pulpo del Mediterráneo. Esbozo una falsa mueca de admiración que degenera en verdadero espanto cuando Carolina e Indalecio se arrodillan para besar, extasiados, los zapatos de Gabriel. Eustaquio puntúa (quién sabe si justamente) con un diez insuperable.