jueves, 28 de mayo de 2015

DOS ENCUENTROS (2)


1.      GINÉS SE ENCUENTRA CON GUILLERMO

        Me cruzo con Guillermo a la entrada del metro. Llevo muchos años sin verle y me sorprende encontrarle tan demacrado, a pesar de que vaya bien vestido y afeitado. Le cuento que en la editorial todo va viento en popa, que me he casado, que tengo dos hijos. Todo esto con el único objetivo de abrumarle, para sacármelo de encima. No da resultado. Dice que me invita a un café, que se alegra mucho de verme.
       Guillermo y yo fuimos compañeros de trabajo. Cenamos juntos un par de veces, cuando los pedidos de la editorial nos sobrepasaban; compañía forzosa para las noches de oficina. La primera vez pedimos unas pizzas; la segunda llamamos a un tailandés –terrible comida, la tailandesa–. A Guillermo le echaron a la calle en un recorte de plantilla, hará cosa de diez años. Supongo que se acomodó demasiado en su puesto. Mientras yo trataba de lanzar a algunos autores noveles que con el paso del tiempo acabaron en Anagrama, Mondadori o Alfaguara, Guillermo parecía más interesado en medrar dentro de la empresa. Y claro, tenía que hacerlo todo yo; él carecía de iniciativa, de olfato, y solía maquillar sus errores amparado en la confianza que depositaba en nosotros la directiva. Después llegaron las vacas flacas. Aunque sentí lástima por él, en cierto sentido me alegró constatar que el tiempo pone a cada uno en su sitio. Guillermo y yo nos perdimos la pista.
       Entramos ahora en una vieja cafetería de la calle Alcalá. Guillermo pide un café con leche en la barra (“Otro para mí”, digo yo) y nos sentamos en una de las cinco mesas del minúsculo local. Como no sé muy bien qué decirle, aguardo a que quede inaugurada la tanda de obviedades (“Te has dejado barba”, me dice, o “Tenía ganas de hablar contigo”, sigo yo por cortesía). Pero sobre todo nos miramos, nos observamos el uno al otro sabiendo que no nos conocemos prácticamente de nada, que el respeto que nos guardamos excluye totalmente al cariño, que nos hace gracia vernos, pero sólo para comprobar que los dos seguimos vivos.
       Me pregunta por el nuevo dueño de la editorial. Guillermo sabe que odio hablar de trabajo. Es un tema que me hace sentir mal, un ególatra lugar común que mucha gente aborda sin pudor, como si la estabilidad del propio empleo fuese una prueba irrefutable de que el Universo tiene sentido y finalidad, de que todo marcha según lo previsto. Le digo que me han destinado a Ventas y que el cabronazo de Mandiaga ha tenido mucho que ver en eso. La verdad es que le debo la vida por todo lo que ha hecho por mí. Mandiaga es mi nuevo jefe, estoy encantado con él. Nos sirven los cafés.
       Me cuenta que no le costó demasiado encontrar trabajo en el sector de la traducción –yo le recuerdo, estupefacto, su incapacidad para el francés; él se encoge de hombros–. Me dice el nombre comercial de la agencia (“La conozco, la conozco: os estáis abriendo hueco, mucha presencia aquí en Madrid”, digo, sobre todo para que se anime a seguir contando y así averiguar de dónde sale esa gente, porque la agencia no me suena de nada). Mentiría si digo que me aburro. Cuando se pierde el contacto con una persona durante tantos años, lo único que puede animar el reencuentro es una puesta al día integral que excluya –en la medida de lo posible– los “viejos tiempos”, que son, en realidad, la enésima estrategia que ponemos en marcha para tergiversar nuestro pasado, para dulcificarlo impunemente. Trampas de la existencia.
      Me comenta los últimos logros de Casales, un joven autor que ayudé a lanzar en la editorial y que acaba de recibir el premio Nadal. Tenía entonces diecinueve años. Un niñato. Pero confié en su potencial, dándole la oportunidad de publicar su primera novela. “Tú estabas muy reticente. Tuve que pelear mucho para convencerte”, le digo a Guillermo. Y de todos modos lo hubiéramos publicado, pero esto no se lo digo. Fue mi primera victoria, la que me permitió prescindir del criterio de Guillermo. Era muy estúpido Guillermo. Cuando tenía un pálpito no había manera de hacerle entrar en razón. Creyó que por culpa de Casales nos íbamos a arruinar. Sonrío.
       Nos cansamos rápidamente de este tipo de anécdotas.
      Con el segundo café se van terminando los temas de conversación. Nos aburrimos el uno al otro, dejando ahora a un lado batallitas y nostalgias, bien amarrados al presente. Me repito por necesidad, vuelvo a hablarle de mi mujer, de mis hijos, de los nuevos compañeros de trabajo, de la hipoteca. Guillermo me cuenta que sigue con Alicia, pero que por el momento no han pensado en casarse. Me sorprendo –no sé si porque hace menos de una semana que me acosté con ella, porque me aseguró entonces que ya no soportaba a Guillermo o por ambas cosas–. Supongo que los dos experimentamos una extraña sensación de vértigo al comprobar que los años pasan y que ya no somos los mismos, a pesar de seguir yo en la editorial, a pesar de seguir él enamorado de Alicia. Los mismos viejos restos del decorado para gente ya distinta, un decorado que quizás debería haber cambiado con nosotros. Pero siempre hay algo que permanece.
       Le pregunto por ella, por Alicia. Sé que contestará con una sarta de mentiras, que nunca se le dio del todo bien asumir su situación. Es posible que ella le odiara.
      La conocimos en un simposio de literatura juvenil, cuando él aún trabajaba en la editorial. Ella representaba entonces a un escritor interesante, uno de esos cuentistas que recuperan el legado de Antoine de Saint-Exupéry para hilar sus propias fantasías poéticas. Un digno profesional, vamos. No así ella, que hacía sin éxito sus pinitos como representante. No tardé en descubrir que no cobraba por sus servicios, y que si representaba a ese autor era sencillamente porque quería aprender cosas de él, quizás fueran amantes. Era (sigue siendo) guapísima, inteligente, generosa. Pero qué quieren que les diga, no es la mujer de mi vida.
      Me dice Guillermo que Alicia está bien, que está viviendo un momento profesional muy dulce, que precisamente está llevando los derechos de publicación de los libros de Casales en el extranjero. Sonrío. Supongo que intuye que a mí no puede engañarme y espero, entre divertido y apenado, a que concluya la farsa.