jueves, 30 de abril de 2015

MUSEO DEL PRADO


       Fue al final de aquella cena –las copas de aguardiente recién servidas en la mesa, los ceniceros ya estratégicamente dispuestos– cuando me dio por confesar, bajo los efectos de un magnífico Rioja (cosecha del 92), que nunca había visitado el Museo del Prado, un comentario que bien podría haber pasado desapercibido de no ser porque llevo quince años impartiendo clases de arte en la Complutense de Madrid.
       Lo solté entero, confiado, como quien cuenta que esa misma tarde ha ido al dentista, venciendo una vergüenza (ésta sí inconfesable) macerada por los años, tratando de disfrazar de intrascendente un hecho que no lo era en absoluto. Fíjese usted, un eminente doctor que publica periódicamente sus artículos en revistas extranjeras, un profesor adorado, idolatrado por sus alumnos, apreciado por sus colegas, arrojado por fin en los brazos del ridículo. Lamentable. Y la cosa no quedó ahí.
       Lo peor de aquella noche es que traté de argumentar –pobremente– las razones que supuestamente me han llevado a esquivar durante todos estos años el sacrosanto templo del arte pictórico, aduciendo que mi decisión (porque en efecto la presenté como tal, como una decisión) no era fruto de la casualidad, no era siquiera una particularidad mía, sino que más bien respondía a una forma muy personal de entender y disfrutar la pintura. Todo una sucia mentira, una farsa, claro está, con que intenté librarme del descrédito general, pues lo cierto es que nunca he entrado en el Museo del Prado sencillamente porque no me interesa la pintura. Y, como esto no llegué a confesarlo al final de aquella cena –el ridículo hubiese sido todavía mayor–, me he propuesto escribir este relato. Cuando no somos sinceros con nuestros amigos o familiares, siempre nos queda redimirnos ante nuestros lectores, gente anónima y receptiva con la que –en el mejor de los casos– nunca tendremos que relacionarnos.
       En la esfera del “querer ser” o del “querer hacer” existe un drama obvio, evidente, a saber: que a uno le guste mucho algo que se le da rematadamente mal. El aprendiz de zapatero que es incapaz de pegar una suela sin embadurnarlo todo de cola, el político negado para la retórica que recurre a frases hechas y refranes, el pintor –este ejemplo pertenece a mi campo– que pretende suplir con “inspiración” (raras veces con trabajo) una manifiesta falta de talento. Y así hasta el infinito, porque la ineptitud es un mal generalizado; no es mi intención personalizar. Pero existe sin embargo, en esta misma esfera, otro drama menos obvio, menos visible, igualmente terrible y frecuentemente ignorado: que a uno se le dé muy bien algo que le resulta, si bien no insoportable, sí al menos aburrido o insípido. El maestro panadero que domina a la perfección un oficio (heredado) que le es indiferente, el eficiente empleado de banca que juega a su antojo con los porcentajes mientras recita en voz baja sonetos de Góngora, el superdotado ajedrecista que preferiría quedarse en su casa jugando al parchís. En este segundo drama estoy instalado desde que cursaba el bachillerato. Mi talento para la Historia del Arte me ha convertido en un referente internacional; a mí, que jamás he pisado el Museo del Prado.
       Cuando me gradué en el instituto –nota media de sobresaliente– no tenía muy claro si quería estudiar una carrera. Supongo que nada me atraía más que estar cerca de mi novia, ella sí muy interesada en ingresar en la facultad de Veterinaria de Madrid, así que allí nos mudamos, alquilamos un pequeño apartamento y nos empapamos de vida universitaria. Finalmente opté por matricularme en la facultad de Historia del Arte por la sencilla razón de que, sólo con cruzar la Avenida Puerta de Hierro, que separa ambos edificios, podía encontrarme con ella; podíamos volver a casa juntos, contarnos cómo había ido la mañana. Y me pareció –me sigue pareciendo ahora– una razón muy poderosa, no peor que otras de índole académica.
       No tardó mi novia en enamorarse perdidamente de un profesor joven y apuesto, maestro en cuestiones cognitivas, por el que me abandonó apenas empezamos el curso. Abatido en el plano sentimental, me agarré a mis estudios como a un clavo ardiendo, superando con facilidad (y hasta con matrículas de honor) las asignaturas que se iban cruzando en mi camino, demasiado vago como para abandonar la carrera o cambiar de rumbo, demasiado resentido como para bajar mi nivel. Así hasta que conseguí, sin apenas proponérmelo, una beca de doctorado que me permitió especializarme en la obra tardía de Van Gogh, una vía con salidas profesionales, habida cuenta de la todavía creciente popularidad del pintor y su personalidad.
       Pasé tres años en Amsterdam, ciudad de la que guardo muy buenos recuerdos –no así de su comunidad académica, en principio reacia a que un extranjero fuera a darles lecciones sobre el más universal de sus artistas–. Terminaron por aceptarme cuando, sólo por dar muestras de buena voluntad, me ofrecí como divulgador (en lengua castellana) de la obra del “loco del pelo rojo”; un propagandista, vamos. Eso les gustó. Pero no se equivoquen ustedes, no daré lugar a malas interpretaciones: la pintura seguía –sigue– importándome un bledo y, sin embargo, supe desde el primer momento que podría labrarme una carrera en la docencia. Se trataba tan sólo de estudiar –no demasiado, nunca me ha hecho falta–, publicar, afinar la vista y contar con la capacidad de percibir en los cuadros matices, pinceladas y juegos de luces y sombras que los demás no sabían o no podían ver. Y eso siempre se me dio mejor que bien.
       Finalmente me llamaron de la Complutense. Estaban entonces muy obsesionados con la denominada “fuga de cerebros”, e incluso más obsesionados todavía con la recuperación de los mismos. El decano de la facultad de Historia del Arte me aseguró que estaba al tanto de mis progresos, que había leído con mucho interés mis trabajos de investigación, mis obritas divulgativas, mis artículos en suplementos culturales. Estaba ofreciéndome un puesto como profesor adjunto en la asignatura de Historia de la Pintura Contemporánea. Buen sueldo. Posibilidad de renovar. Acepté, por supuesto. De vuelta en Madrid tuve que esperar dos años hasta que se jubiló el profesor titular. Me renovaron, me dieron la titularidad. Poco después me concedieron la Cátedra. Me quedé aquí, pero nunca llegué a entrar en el Museo del Prado.
       La verdad es que lo tuve fácil. Cuando mis alumnos, siempre muy motivados –ignoro si gracias o a pesar de mis clases–, me proponían como maestro de ceremonias para una hipotética visita guiada al Museo, yo me limitaba a objetar que el Prado no acoge obra alguna de Van Gogh (dato completamente cierto, por otra parte) y acababa ingeniándomelas para delegar la responsabilidad en algún colega más joven, ayudándole de paso a engrosar su currículum. Más peliagudo era el asunto de las instituciones culturales que solicitaban mis servicios, algunas de forma harto insistente. Solucioné el problema con elegancia y sencillez: firmé un manifiesto reivindicando el papel de los profesores que se vuelcan precisamente en la docencia, rechazando invitaciones del ámbito privado que, en definitiva, precisa de subvenciones más cuantiosas de las que recibe. El argumento era simple y efectivo: si nosotros, los docentes ya empleados, aceptamos este tipo de “colaboraciones”, estamos perjudicando directamente a los jóvenes investigadores, que son los que deberían optar a esos puestos de trabajo. Conclusión: más presencia de licenciados en Historia del Arte en las instituciones. Los mensajes populistas siempre son efectivos, independientemente de los fines que persigan. Y el mío, porque a eso vamos, era seguir esquivando el Museo del Prado –tarea que cumplo a rajatabla en la actualidad, y a mucha honra–.
       Pasaron los años. Continuaron las publicaciones. Cambiaron los alumnos. Me olvidaron las instituciones. Ahora me dedico a dar clases y corregir exámenes; soy un trabajador honesto y no tienen ustedes derecho a juzgarme: cumplo con mi obligación como el que más, independientemente del interés personal que tenga en mi propio campo. Pero claro, termino por asistir de vez en cuando a cenas con colegas de la facultad, reuniones de esas en que a uno le ofrecen un magnífico Rioja (cosecha del 92) y acaba metido en un buen lío.
        Eso es todo, más o menos.
        Es posible que a estas alturas, a punto de terminar mi confesión, mi relato, ese que no me atreví a narrar al final de aquella cena, estén ustedes preguntándose por qué demonios no me dejo caer, una tarde cualquiera, por la calle Ruiz de Alarcón, por qué rechazo la posibilidad de disfrutar de una de las pinacotecas más importantes del mundo, por qué no abandono, siquiera transitoriamente, mi verdadera pasión, que no es otra que la literatura alemana de posguerra.
       No iré nunca al Museo del Prado para tener la certeza de que mi vida no es una farsa. No iré porque ya les he dicho que la pintura no me interesa. No iré, sobre todo, por si entro y me gusta, por si me roba tiempo para leer a Heinrich Böll, a Günter Grass, a Martin Walser. Dios no lo quiera.