jueves, 2 de abril de 2015

ILEX AQUIFOLIUM


       Aquel día llegué a Pontevedra muy temprano. Bajé del tren, compré una cajetilla de Fortuna y, dejando atrás el soportal de la estación, inicié de mala gana la larga caminata que me separaba de la casa de mis padres. Al pasar frente a la parada de taxis pensé en coger uno, pero recapacité enseguida: “Camina, eso te ayudará a mantener la calma”, me dije, “sobre todo no pierdas los nervios”. Imposible. Solemos pensar que la ansiedad es un estado de alerta, un útil biológico a nuestro servicio, cuando en esencia es una afección que más bien paraliza y ofusca.
       Entré en casa a las nueve y media. Me recibieron mis tíos –rama paterna–, me besaron mis tías –rama materna–, desde el fondo del salón abarrotado saludaban otros parientes lejanos difíciles de identificar, caras serias y meditabundas en actitud de espera. El final de la espera. Era cuestión de horas, lo teníamos perfectamente asumido. Sin embargo uno nunca está preparado para estas cosas. Recuerdo a mi madre agazapada en un rincón del sofá, llorando desconsoladamente, dirigiendo a todos y a nadie una mirada fatal que resumía la inminencia de lo inefable. Cogí la última galleta de chocolate que reposaba, huérfana, en una bandeja de plata. La plata es para los muertos, pensé sin saber por qué. Tomé asiento frente al reloj de pared, pero me puse en pie enseguida, incapaz de seguir fingiendo. –Quiero ver a mi padre –dije en mitad de algún instante, rompiendo el tiempo y el silencio.
       Varios pares de brazos anónimos me condujeron a la habitación de matrimonio de mis padres. Allí, en la cama, rodeado de libros de botánica que yacían esparcidos entre la mesilla de noche, el suelo y hasta la repisa de la ventana, pude distinguir el cuerpo de mi padre. Respiraba con dificultad, los ojos levemente entornados; parecía tranquilo y me alegré por él, por nosotros. El circo del salón, en comparación con la blanca quietud de aquella estancia, revelaba lo absurdo del trance: las cosas que deben suceder suceden sin más y la función toca a su fin independientemente del número de espectadores. Toqué su mano derecha, “Papá”; pero no me reconoció. Y entonces –me avergüenza decir esto– le odié con todas mis fuerzas; odié a aquel ser que ya no era mi padre, que ya no podía serlo y que ya nunca más lo sería, ese ser que se acababa, incapaz de reconocer a su hijo. Le besé en la frente y volví al salón. Antes de que alguien osase pronunciar alguna obviedad autocompasiva abrí el paquete de Fortuna. José María me puso una mano en el hombro, “Es ley de vida”, murmuró. Recuerdo haberle contestado mentalmente, con una acritud injustificada: “Qué mierda me estás contando, Chema; qué mierda me cuentas”. Volví a sentarme en silencio frente al reloj de pared, la mirada fija en las manecillas.
       A las dos de la tarde el tío Emilio sugirió que saliésemos a comer algo; la típica propuesta razonable que, por un estúpido sentido del decoro, nadie se había atrevido a lanzar todavía. Mi madre se quedó en casa, postrada junto a la cama de matrimonio, velando el cuerpo de mi padre, lo que quedaba de él. A pesar de que llevaba varios días sin probar bocado no pudimos convencerla de que nos acompañase. También a ella la besé en la frente antes de salir.
       Llegamos al restaurante y pedimos unas raciones para compartir. Comimos poco y mal. Alguien cogió un periódico y comentamos desinteresadamente las últimas noticias, desgracias ajenas que, fieles a su propósito, nos ayudaron a distraernos de las propias. Terminé el café y pedí la cuenta.
       Todo sucedió muy rápido a partir de entonces.
       Recibí una llamada en el teléfono móvil. Era mi madre, la voz ronca y gastada de mi madre. “Ya está”, dijo, e inmediatamente colgó sin darme tiempo a contestar. Parecía serena. Levanté la vista y encontré los ojos de Benita (“qué pasa, cuéntanos algo”). Tenemos que volver a casa, dije, dice mamá que ya está. Quizás no lo dije, quizás sólo lo pensé. José María cogió su abrigo con un inverosímil movimiento de torsión, echando los brazos hacia atrás por encima de su cabeza hasta encontrar el respaldo de la silla; una maniobra cómica y grotesca que ya nunca podré olvidar. Desde entonces siempre he pensado que mi tío tiene algo de mono –del mismo modo que sostengo que mi tía Benita tiene algo de hiena, por poner otro ejemplo–. Pero de esto nos ocuparemos más adelante, quizás en otro relato.
       Volvimos a casa en procesión, conmigo a la cabeza. ¿Qué se hace en estos casos? ¿Hay que llamar ya a la funeraria? ¿Tenemos que firmar algún documento legal? ¿Qué pasa con su cuenta del banco? ¿No quería papá donar su cuerpo a la facultad de medicina? Traté de ignorar estos interrogantes, por lo menos hasta que hubiera visto a mi padre, el cadáver de papá. Quería ser el primero –en realidad el segundo, tras mamá– en despedirme de él, en llorarlo como Dios manda, pero no me fue posible. Salí del dormitorio desconcertado, preguntándole a mi madre qué demonios había pasado en aquella habitación, ahora sombría y tenebrosa. El médico familiar, recién llegado, nos aseguró que no entendía la broma, repitiendo sin cesar (esto también se me ha quedado grabado) “No estoy yo para que me tomen el pelo a estas alturas”. Y aquella peste a humedad, eso también lo recordaré siempre. Y la boca abierta de Benita, sus dientes de hiena.
       Últimamente pienso mucho en aquellos versos de Jorge Manrique: “Quien no estuviera en presencia / no tenga fe en confianza / pues son olvido y mudanza / las condiciones de ausencia”. No tengo del todo claro si estoy entendiendo correctamente las palabras del Maestro. Me pregunto qué es exactamente la presencia, en qué consiste estar presente, y si el estar a medio camino entre el ser y el no-ser, entre presencia y ausencia, nos hace merecedores de confianza. No dejo de darle vueltas a las condiciones de ausencia (olvido y mudanza) y trato de explicarme la naturaleza de la metamorfosis de mi padre, abocado a abrazar ambas en su (acaso voluntario) retiro, si es cierto que se ha retirado. Pero sobre todo trato de asumir las consecuencias de su ausencia, de esta ausencia que no lo es del todo, esta ausencia incompleta que me impide despedirme de él y que nadie ha conseguido explicar de momento.
       Heredé, como es lógico, su colección de libros de botánica. En tardes como esta me descubro hojeando sus páginas, comprobando si he aprendido a distinguir unos árboles de otros. Tengo que reconocer que hasta ahora no me habían interesado en exceso las maravillas del mundo vegetal, pero comprenderán ustedes que las vivencias personales suelen influir poderosamente en nuestra sed de conocimiento, aunque sólo sea desde un punto de vista puramente pragmático. Ahora me gusta pasear por jardines, alamedas y huertas particulares –previo consentimiento– identificando variedades autóctonas, contemplando los magnolios en flor o los árboles frutales. Y me reconforta pensar que mi nueva afición me acerca un poco más a mi padre, a pesar del olvido y la mudanza.
       Lo sentí, lo siento mucho por papá, transformado –quién sabe si para siempre– en un Ilex aquifolium, un acebo común. Sentí no poder besarle nuevamente en la frente, principalmente porque ignoro dónde tienen la frente los árboles y, aunque la encontrara, las hojas de los acebos tienen tantas espinas en sus bordes que podría hacerme daño en el intento. Un acebo mi padre, que siempre odió la navidad. Supongo que de desgracias irónicas está hecha esta puta vida.
       Mamá permanece todavía postrada frente a la cama de matrimonio, podando a mi padre regularmente, regándolo con devoción, aferrada a la improbable posibilidad (“no tenga fe en confianza”) de que recobre algún día su apariencia original y negándose una y otra vez a donarlo al jardín botánico de Padrón, para disgusto de los asesores del alcalde.