lunes, 20 de abril de 2015

APRENDER A LLORAR



A Julio López Cid


       Cuando después de tantos años volví al colegio me dio por recordar al viejo Petrescu, sus cejas largas, las patillas canosas, y casi pude observarle, observarnos desde fuera, desde otro tiempo. Los niños jugábamos en aquel patio, allí mismo, al otro lado de la verja. Él nos vigilaba encerrado en su garita, un habitáculo minúsculo que siempre olía a humedad, y las pocas veces que salía para llamarnos la atención (generalmente porque un niño pegaba a otro, o bien le escupía, o le insultaba) adoptaba con maestría –quizás involuntaria– su papel de conserje. Y el rol genuino de un conserje (conviene aclarar esto) es el de aterrorizar a los chavales, por mucho que la pedagogía moderna se haya afanado en desprestigiar su figura.
      Dejando al margen esta última afirmación –que seguramente me granjeará enemigos entre pedagogos y conserjes–, la verdad es que siempre recordaré a Petrescu como la persona que me enseñó a llorar, y eso es algo que le agradeceré de por vida.
     Lloraba yo muy mal de niño, supongo que incluso peor que la mayoría de mis compañeros. Hiperventilaba con frecuencia, quedándome al borde del desmayo –si no desplomándome sin más– cada vez que me cogía un berrinche. Gimoteaba como las niñas de mi edad, sin pausa y escandalosamente, incapaz de ofrecer una respuesta física proporcionada a las nimias desgracias que estimulaban mi llanto. Y mis padres, espantados o quizá impotentes ante el estrépito indescifrable de mis rabietas, jamás se atrevieron a corregir mis defectos en el arte de llorar. En cualquier caso los padres de uno (también conviene recordarlo) no son agentes tan respetados o temidos como las figuras autoritarias externas –que resultan ajenas e insondables–, especialmente cuando a los primeros no se les teme en absoluto.
       Una mañana, en el recreo, mientras jugábamos al fútbol con una lata de refresco, tuve un enfrentamiento con Raúl, un niño de mi edad. A él soy incapaz de recordarlo con la claridad con que recuerdo a Petrescu; tengo la vaga impresión de que era bastante feo, quizás muy feo, quizás horrendo. Estaríamos entonces en segundo o tercero de primaria. Juro que hasta aquel momento yo no había tenido problemas con ningún chaval, básicamente porque ni siquiera sabía cómo buscármelos, pero el caso es que nos enfadamos por alguna tontería que tampoco consigo recordar (quizás el tamaño de alguna de las dos porterías, siempre tan arbitrario) y, cuando quise darme cuenta, estábamos los dos tirados en el suelo, uno sobre el otro (imposible saber quién), enzarzados en una nube de polvo, insultos y puñetazos. Me gusta imaginarme a mí mismo encima, descargando mi rabia contra el pobre e indefenso Raúl, pero ya saben ustedes que la memoria y el pasado se reescriben continuamente –cuando no se inventan en beneficio propio–, así que es muy posible que fuera él el que me humillaba contra la tierra seca, quién sabe. Entonces una fuerza indescriptible nos separó, levantándonos a ambos en el aire. “¡Quietos de una vez, cabrrrrones!”. La reyerta había terminado. Petrescu nos cogió del brazo y al cabo de un rato, desorientados y sin saber cómo, estábamos los tres –Raúl, el conserje y yo– metidos en la garita, confinados. Y si la desorientación que sufrimos los improvisados púgiles se debía al fragor de la batalla, la de Petrescu respondía sin lugar a dudas a mi llanto desconsolado.
     A partir de aquí las imágenes se suceden neblinosas, despersonalizadas, casi como la película de una vida ajena: Las cejas largas, las patillas canosas que ya he referido con anterioridad, los gritos de reprimenda del ruso (o rumano, o centroeuropeo, nunca llegué a saber la procedencia de Petrescu), su acento de hombre malo, la seriedad y el pánico contenido de Raúl, mucho más entero que yo en aquellos momentos, la luz de la mañana filtrándose por el resquicio de la puerta de la garita (“el mundo libre”, debí pensar entonces, “sólo a un paso, maldita sea”), y mi compañero que es incomprensiblemente perdonado, o sencillamente se le permite salir (apenas hay diferencia) al muy bastardo, y abandona el zulo de tortura, y yo cargando con las culpas, o simplemente encerrado (tampoco hay diferencia), principal actor de la pelea, al menos a juicio del conserje que me mira, me mira y me grita, y después ya no grita y se queda en silencio, pensativo, respirando muy fuerte, el hombre malo. Y mis lloros estúpidos sobrevolándolo todo.
         No me puso una mano encima.
       Pienso ahora en su charla sin palabras, en el sutil adoctrinamiento que recibí. Apenas se hubo calmado, Petrescu tomó asiento en una banqueta ridículamente pequeña, seguramente idéntica a las que usábamos en el aula como sillas supletorias, las facciones afiladas, el ceño fruncido, sin pedirme siquiera explicaciones por mi comportamiento, aguardando el momento en que mi llanto se apagara. Pero yo no estaba dispuesto a dejar de llorar y él lo captó enseguida. A veces llorar es lo único que nos queda. Abrió la puerta de la garita como diciendo “Hala, márchate de una vez, granuja”, pero yo estaba paralizado, las manos incrustadas en la cara. Entonces señaló la banqueta, invitándome a sentarme. Él permaneció de pie y encendió un cigarrillo. Tardé unos minutos en descubrir que Petrescu había empezado a llorar.
       No hace falta ser un genio para saber que los niños no soportan ver llorar a los adultos, que las lágrimas surcando un rostro entrado en años les resultan alarmantes o incomprensibles, y que esto explica en parte el empeño que estos ponen en ocultarse. Pero Petrescu –ahora, igual que entonces, ignoro las razones de su llanto– no parecía molesto con mi presencia. Se limitó a subrayar gestualmente el ritmo de su propia respiración, conminándome –esto lo supongo yo– a acompañarle en el trance. “Ahora vamos espaciando las inspiraciones”, parecía querer decir allí de pie, con los brazos cruzados sobre el pecho. Y cada vez que mis sollozos superaban el límite acústico permitido, el ruso (o rumano, o centroeuropeo, vaya usted a saber) se llevaba el dedo índice de la mano derecha a los labios sellados en un ademán autoritario. Después se puso en cuclillas frente a mí, mirándome con extrañeza. Ojos de piedra, de hombre duro que sabe que no debe llorar y sin embargo lo está haciendo. Un hombre que llora porque quiere, porque le sale de ahí, porque está convencido de que empaparse las mejillas así, de ese modo, es señal de fortaleza. Y yo le seguí, quizás porque me sentí humillado, quizás porque quería aprender a llorar así, como un hombre malo. Poco a poco fui transformando mi grotesca mueca de disgusto en un simple par de labios apretados, temblorosos, y dejé de gimotear, sólo para demostrarle que no le debía nada, que le odiaba, que yo también podía ser un conserje o cualquier otra cosa peor. Un asesino. Yo también quería dar miedo, aterrorizar al mundo. Yo podía imitarle, llorar como quien advierte o amenaza, “Mírame bien, cabrón, no me quites un ojo de encima, no soy ninguna nena, tú a mí no me jodes”. Pero al mismo tiempo sabía, o sentía –o intuía– que él marcaba el ritmo, que era yo el que recibía una improbable lección. Y claro, quise llevar yo la iniciativa, frustrar su llanto y el mío, sobreponerme, ganar, “Para de una vez, Petrescu, no me vas a enseñar nada, puedo hacerlo sólo, no necesito a nadie”. Me resulta imposible relatar con mayor exactitud lo que entonces fue para mí evidente: el conserje estaba dándome la razón, poniéndose a mi nivel, llorando conmigo de tú a tú, y comprendí –o comprendo ahora, eso poco importa– que a él también le habían enseñado a llorar alguna vez, y que el llanto no es sólo una manifestación estética de la desgracia, sino, por encima de todo, un posicionamiento moral. La lucha que libramos a partir de aquel momento, aquel enfrentamiento mudo en la oscuridad de la garita, cuando supe que él no tenía razones para llorar y que las mías eran fácilmente renunciables, tenía algo de tregua, era un lagrimeo templado. Cuando dejó de hacerlo, y una vez hubo comprobado que mi rabieta se estabilizaba, me ofreció un pañuelo blanco, impoluto, y me dijo “Nunca más”. Estas fueron las únicas palabras que me dirigió durante la reclusión. Creo que entonces asentí vagamente, resistiéndome a agradecerle nada, restregándome la manga de la camisa en la cara húmeda.
       Finalmente sonó la sirena que anunciaba el fin del recreo y la consiguiente vuelta a las aulas. Petrescu abrió la puerta de la garita en un gesto amigable, tendiendo su brazo hacia el exterior, y yo, sin despedirme siquiera, me zambullí en la marabunta de alumnos que retornaban al mundo de los números y la sintaxis, definitivamente hecho un hombre.