jueves, 19 de febrero de 2015

TRIBULACIONES DEL VAMPIRO


       A menudo creo que el resto de vampiros no entiende mi extraña forma de vida, y no sólo porque haya renunciado al consumo de sangre, sino porque la existencia nocturna –cuando no va asociada al sueño– siempre me ha parecido agotadora y siniestra. Si bien perdonaron esa manía mía de limarme los colmillos para no levantar sospechas entre los humanos, también es cierto que desde entonces examinan mis hábitos detenida y concienzudamente. No puedo negar que, como congénere suyo, comprendo perfectamente su recelo. Nuestra especie ha sufrido múltiples persecuciones desde el amanecer de los tiempos y tenemos nuestros propios protocolos a la hora de desenmascarar a los traidores. Pero ahora que mantengo una relación sentimental con una joven humana, las cosas se han puesto realmente feas. Mi temperatura corporal ha subido hasta los treinta y siete grados centígrados en cuestión de días, y ni los ajos ni los crucifijos consiguen ya diezmarme.
     Pensarán ustedes que lo peor es el rechazo de la tribu, pero lo realmente insoportable es saber que no cuento con una sola prueba que demuestre que sigo siendo un vampiro auténtico y no un vulgar humano enloquecido. Todavía no sé cómo reaccionará mi novia cuando le confiese mi verdadera edad. Le dije que tenía treinta años. En realidad voy para treinta y cuatro. Probablemente creerá que soy sólo un mentiroso, y quizá sea mejor así. De todos modos ellos vendrán a por mí tarde o temprano; también me pregunto qué pasará entonces.
       Si me dijeran que soy un vampiro adoptado –idea que no descarto– todo sería mucho más fácil. Con gusto vendería mi ataúd y abrazaría el catolicismo, podría incluso renunciar a mi estúpida convicción de que no existe diferencia entre ser y creerse vampiro, esa misma que me ayuda a soportar el peso de los días.