lunes, 23 de febrero de 2015

EL CORCHO


       Los jóvenes de mi generación solíamos colgar en las paredes de nuestros cuartos un corcho que con el paso de los años se llenaba progresivamente de fotografías, chinchetas y demás recuerdos. Hoy, de visita en casa de mis padres, constato que el mío es tan absurdo como cualquier otro. En él conviven amigos de la adolescencia, recortes de periódico, billetes de avión o incluso dibujos de mi primita (que ahora es ya “prima”, por mucho que sus garabatos se afanen en detener el tiempo). El orden –si alguna vez lo hubo– es caprichoso y caótico, sobre todo en lo relativo a las fotos. Reconozco a Jorge en el cuadrante superior derecho. En el centro destacan Amós y Álex –¡qué tiempos aquellos!–, Mariana y Bárbara, Joaquín y Nico. Pero entonces reparo en la esquina inferior izquierda. No recuerdo esa imagen. No creo conocer a esa persona.
       La foto está tan gastada como las demás, así que mi curiosidad aumenta. Es el típico retrato estándar; el chico sonríe despreocupado. Al fondo, una puesta de sol en la montaña. De nada me sirve preguntar a mis padres si conocen al individuo en cuestión, pues no es la primera vez que olvidan las caras de algunos de mis mejores amigos. Además, ahora están echándose la siesta y no pienso despertarlos por una tontería. Trato de hacer memoria: quizás en aquellas navidades en la sierra (¿y resulta que no me acuerdo?), puede ser que en alguna escapada sin importancia (pero entonces ¿por qué decidí clavar esa foto en mi corcho?). Decido telefonear a Luis. En media hora se presenta en casa de mis padres.
       “Es Ramón, coño. ¿Cómo no te vas a acordar?”. Yo le juro que no sé quién es ese tal Ramón, y que la idea de haber perdido la memoria me tiene bastante desasosegado. Luis me relata unas vacaciones en los Pirineos, unas vacaciones que para mí nunca han existido. Un escalofrío recorre mi espalda. Enseguida asumo que no consigo recordar el verano de mil novecientos noventa y siete. Estoy tan confundido que le pido educadamente a mi amigo que me deje solo. Necesito pensar, estimular el cerebro. Él comprende y se marcha.
     Cuando mis padres se despiertan de la siesta, me encuentran llorando en la habitación. Tengo una jaqueca horrible y no consigo apartar la vista del retrato desconocido. Les digo que gracias a las explicaciones de Luis he descubierto que tengo una laguna en mi memoria. Procuro no asustarles demasiado, finjo un interés puramente científico en el problema. Mi padre me asesta entonces la última puñalada: “¿Dices que eso fue en el noventa y siete?”. Asiento preocupado. “Ese año sufriste un fuerte golpe en la cabeza, podría estar relacionado. Pero dime ¿quién es Luis?”.
         Busco en el corcho, busco al maldito Luis y no lo encuentro.