lunes, 9 de febrero de 2015

AHORRAR


       Fui criado en el seno de una familia ahorradora. Recuerdo a mi padre rellenando la botella con el agua sobrante de los vasos después de las comidas. Mi madre nunca tiraba una prenda de ropa, por vieja o gastada que estuviera, sin haber descosido antes su valioso hilo. Mi abuela, después de fregar la loza, se llevaba las manos todavía bañadas en espuma a la cabeza, frotaba enérgicamente y se aclaraba en el pilón. Yo crecí rodeado de estas escenas ejemplarizantes, forzado a cooperar. Y claro, ahora soy también un ahorrador, un digno heredero de las manías de mis mayores.
       En las conversaciones suelo ahorrarme mis opiniones. Me limito a sonreír a los contertulios con los que estoy de acuerdo, y a ladear discretamente la cabeza cuando disiento. Sólo voy al cine si es el día del espectador. Me conocen bien en las salas gratuitas de conciertos. Soy un asiduo de las bibliotecas públicas. Ya se imaginarán ustedes que ser ahorrador no implica necesariamente mantenerse al margen de las corrientes mayoritarias de pensamiento. No por ahorrar hasta el aire que respiro dejo de ser un hijo del tiempo que me ha tocado vivir.
     Mis amigos saben que jamás invito en las cafeterías ni en los restaurantes –que apenas frecuento–. Y sin embargo me aceptan tal y como soy. Pero claro, tiene que haber alguna razón (habrán supuesto ya) para que yo me haya decidido a escribir este relato; será porque las cosas no me pueden ir tan bien. Pues bien, la razón es la siguiente: he empezado a ahorrar –era cuestión de tiempo– los recuerdos inservibles.
      Todos almacenamos en nuestra memoria una serie de recuerdos que no necesitamos en absoluto. Sobre todo malos recuerdos. Recuerdos feos, frustrantes, recuerdos prescindibles. Como aquel día en que nos dieron calabazas en el instituto, o aquella otra noche en que llegamos a las manos con algún amigo íntimo. El tratamiento al que me he sometido es todavía experimental, pero no me puedo quejar de los resultados. En pocas semanas he olvidado muchos traumas que me hacían ser peor persona. No quiero dar lugar a equívocos: el ahorro de recuerdos inservibles me parece, en términos generales, altamente recomendable.
       El problema es que creo haber borrado algún recuerdo importante durante el transcurso de la terapia. No sabría decir por qué tengo este pálpito, pero algo me dice que desde entonces no soy el mismo. Lo noto especialmente cuando examino pequeños detalles de mi vida diaria: yo solía tirar de la cadena del váter sólo un par de veces al día (para ahorrar agua); ahora no le doy importancia a tirar tres o cuatro veces. También me había habituado a remendar mis propios zapatos; sin embargo, el otro día no me importó comprar unos que ni siquiera estaban rebajados. Algo debe estar pasando.
      Cuando pido explicaciones en la clínica me dice el médico que la máquina borra-recuerdos necesita algunos ajustes todavía, que es posible que hayamos eliminado, por error, mi tendencia a ahorrar. Menuda chapuza, pienso al tiempo que le extiendo el talón de varios miles de euros con que pago sus servicios cada mes. No consigo recordar cuánto tiempo llevo haciéndolo, pero el gesto automático del doctor al recoger su cheque me resulta vagamente familiar.