lunes, 12 de enero de 2015

UN MURO


        Dos ciudades separadas por un muro inmenso. La ciudad del norte, poblada por agricultores analfabetos; la ciudad del sur, ocupada por artistas bohemios. Un día el muro se derrumba a causa de un terremoto. Los ciudadanos del norte y del sur, venciendo un temor alimentado durante años por la fuerza falseadora de los mitos, se entremezclan en un crisol de facciones curiosas y desconfiadas. Pronto comprueban, sin salir de su asombro, que comparten el mismo idioma, la misma moneda, el mismo clima, los mismos licores. El jefe de los agricultores analfabetos propone entonces al jefe de los artistas bohemios una reunión informal en la que se discutirá la conveniencia de una hipotética reunificación del territorio. Mientras tanto, los ciudadanos van asumiendo –anticipándose a sus gobernantes– la necesidad de construir un escenario pacífico en común para la convivencia entre las dos ciudades.
      Los agricultores analfabetos explicaron a los artistas bohemios su forma de ganarse la vida, que básicamente consistía en arar la tierra, plantar semillas en la tierra, recolectar la cosecha de la tierra y respetar la tierra. Los artistas bohemios explicaron a los agricultores analfabetos que ellos cobraban un sueldo trabajando de otra manera, que básicamente consistía en esperar la llegada de las musas del cielo, elevarse con ellas hasta las nubes, crear obras de arte en las nubes y vivir en las nubes. En definitiva, los agricultores analfabetos empezaron a sospechar que los artistas bohemios no sabían labrar, y los artistas bohemios no tardaron en constatar que los agricultores analfabetos no sabían leer.
      Como los jefes de ambas ciudades todavía no se habían pronunciado acerca de la reunificación, las semanas siguientes transcurrieron teñidas de incertidumbre. Los agricultores analfabetos recelaban de la capacidad creativa de los artistas bohemios, mientras que éstos asistían indignados a los logros en materia de autoabastecimiento de sus vecinos. Volvieron los viejos odios, si bien antes fomentados por el aislamiento, potenciados ahora por la cercanía. Guetos. Venganzas. Racismo. Patrullas ciudadanas. El escenario pacífico de convivencia degeneró hasta llegar al borde de una guerra civil. Todo estalló con el asesinato del primogénito del jefe de los artistas bohemios a manos del sobrino del jefe de los agricultores analfabetos. Ya no había vuelta atrás.
       El jefe de los artistas bohemios declaró al jefe de los agricultores analfabetos una guerra que duró cien años. En su transcurso, forzada quizás por la brutalidad del conflicto, la población civil aprendió a aceptar las peculiaridades de sus enemigos; mientras los artistas bohemios adoptaban y enseñaban a leer a los huérfanos del bando contrario, los agricultores analfabetos adiestraban a los refugiados del sur en el arte de la siega. Cuando la guerra terminó, la población era ya un híbrido cultural incapaz de comprender la naturaleza del problema identitario. Entre todos habían conformado una nación renovada, completamente ajena a las disputas de sus ancestros.
       Para terminar con el status quo, el actual jefe de los artistas bohemios se reúne con el nuevo jefe de los agricultores analfabetos en la recién inaugurada plaza de la reconciliación. Ambos parlamentan durante horas bajo la atenta mirada de los ciudadanos allí congregados. Nadie alcanza a escuchar el tema de conversación, pero se supone relevante. Finalmente, el jefe de los artistas bohemios empuña una pluma estilográfica –emblema de la ciudad del sur– y apunta con ella al cielo. A continuación, el jefe de los agricultores analfabetos clava en la tierra una hoz de oro, símbolo de la ciudad del norte.
       La multitud festeja un gesto que, sin lugar a dudas, debe representar la voluntad de entendimiento entre las dos ciudades. Sin embargo, allá al fondo, un anciano decrépito reconoce el significado del antiguo ritual y comprende que ha llegado la hora de reconstruir aquel muro inmenso, esta vez a prueba de terremotos.