jueves, 29 de mayo de 2014

LA FÁBRICA DE QUIMERAS


       Polonio ha inaugurado su fábrica de quimeras este fin de semana. Por allí se dejan caer en continuo goteo muchos parientes y conocidos, sobre todo por la curiosidad de averiguar qué utilidad puede tener una fábrica como aquella –si es que realmente cumple alguna función y no es más bien, como opina su abuela, “el penúltimo plan descabellado del imbécil de mi nieto”–.
     –Veréis –dice Polonio–, en esta cámara de la derecha se introduce, por ejemplo, un gato –Mizifú se revuelve, pero es inútil– y en esta cámara de la izquierda –Polonio abre la trampilla– metemos una polilla. Pues bien, la quimera germina al cabo de un minuto escaso en la tercera cámara para que todos nosotros disfrutemos de su compañía; pero sólo por unos instantes, porque apenas transcurren unos mágicos segundos, todo vuelve a la normalidad–. La abuela de Polonio junta sus manos, aprieta los labios y contiene la respiración.
    ¡Voilá!, exclama al fin el nieto de la abuela de Polonio, ¡Les presento al fantástico “Gato-lilla”! Pero en la tercera cámara no hay nada y nadie comprende. Disimuladamente, la abuela acerca su boca a la oreja de su nieto y, susurrando, le recrimina la pérdida de tiempo: “Tú nunca has servido para nada, Polonio; ¿cómo se te ocurre exhibir un Gato-lilla cuando todo el mundo sabe que el cincuenta por ciento de las veces resulta ser un animal microscópico? ¿Acaso pensabas ponerte a repartir lentes? ¡Inútil! Tendrás a tu madre contenta”.

lunes, 26 de mayo de 2014

AGUJEROS


     Plauszeer tiene un agujero en el bolsillo. Aclararemos, antes de nada, que no es que tenga agujereado el bolsillo de su trenca, sino que guarda un agujero –del tamaño de un pulgar muy gordo– en su bolsillo. En ese agujero, a su vez, Plauszeer introduce aquellos objetos cotidianos que le resultan ya inservibles, pues éstos desaparecen sin complicaciones y no se los vuelve a ver por ningún sitio. Bastante útil el agujero. Hasta aquí todo bien y Plauszeer contento. 
       Un jueves Plauszeer se pone la trenca, mete su mano en el bolsillo y adivina, junto al agujero que guarda, un nuevo agujero: esta vez un descosido natural. Trata entonces de calmarse, pero pasados cinco minutos –nuevamente la mano en el bolsillo– Plauszeer se rinde a la evidencia: los dos agujeros son idénticos e indiscernibles, tanto en forma como en tamaño. La situación es turbadora: Tenemos un gran agujero (el propio bolsillo) que contiene a su vez dos agujeros (uno de ellos inofensivo, el otro peligroso y fatal). Hasta aquí todo regular y Plauszeer meditabundo.
       Han pasado varios días y Plauszeer tiene que tomar una decisión, sobre todo porque se le ha acumulado cierta cantidad de objetos cotidianos inservibles y no sabe por qué agujero tirarlos. De repente alumbra una gran idea: si junto los dos agujeros, razona, el agujero auténtico –en virtud de su naturaleza– engullirá al descosido natural. ¡Eureka!, exclama el propietario de los agujeros en un espasmo de gloriosa dicha. Hasta aquí todo magnífico y Plauszeer optimista.
     Cuando Plauszeer pone en contacto los dos agujeros dentro del bolsillo, como cabía esperar, el descosido natural es absorbido por el agujero auténtico. Pero claro, el descosido pertenece al bolsillo, el bolsillo a la trenca, la trenca al torso de Plauszeer, el torso de Plauszeer a la totalidad de su cuerpo, y la totalidad de su cuerpo al agujero auténtico –que ahora ya no nos parece útil ni muchísimo menos–. 
       Hasta aquí todo perdido y Plauszeer ni se sabe.

jueves, 22 de mayo de 2014

MANERAS DE VIVIR


      A tres kilómetros de distancia se agudiza la pendiente. La nieve cae con fuerza, el viento arrecia, los ánimos ceden; Caléndulo reconoce que no puede continuar y se hace un ovillo en la nieve. 
     Ya en El Paraíso, Dios pregunta a Caléndulo qué escenario desea para el resto de la eternidad. Una montaña si fuera posible, responde Caléndulo, para morir solo y en la nieve.

lunes, 19 de mayo de 2014

MEDICINA DECORATIVA


      Rúculo es un señor que ya no sabe dormir. Cuando era joven tenía por costumbre acostarse temprano y levantarse ocho horas después, fresco como un cacahuete de esos que están tan frescos como una lechuga, pero desde hace algunos días ha olvidado cómo hacerlo. Prueba a contar ovejas –imposible– trata de aburrirse con sus tomos de ontología comparada –tampoco– y ya no se le ocurre nada que pueda anular su cansina vigilia.
     Cuando acude a su médico de cabecera, Rúculo despierta el interés de todos los especialistas de la planta. Eso va a ser de la piel, opina el dermatólogo; qué va, no tiene usted ni puñetera idea: es por culpa de alguna anomalía respiratoria, contradice el neumólogo Evans, que está becado por la Universidad de Berkeley, California. Amenazantes cardiólogos aguardan su turno en el pasillo. Justo antes de que un traumatólogo llamado Nicasio entre en escena, Rúculo huye del hospital y se esconde en una tienda de decoración llamada “Mister Home”, bastante hortera.
     Esa noche Rúculo consigue conciliar el sueño y duerme sus ocho horas de rigor, como cuando era joven. Al día siguiente admite que se equivocaba, que la medicina es una profesión muy respetable y que esa gente –hay que reconocerlo– sabe hacer muy bien su trabajo. Después termina de colocar unas cortinas horribles que compró ayer en Mister Home sólo porque un dependiente gordo le miraba mal.

jueves, 15 de mayo de 2014

ÍDOLOS


       A Olegario le gustan muchas cosas, pero lo que más le gusta es la música de Elvis Costello –en especial sus tres primeros discos (años setenta y siete, setenta y ocho y setenta y nueve, respectivamente)–. Es una lástima, piensa, que en sus álbumes posteriores no haya alcanzado el mismo nivel de maestría; así que decide componer todos esos discos que el propio Costello fue incapaz de dar a luz.
       Provisto de una guitarra Fender Jaguar, vagas nociones de solfeo y una rica experiencia musical, Olegario ensambla un repertorio de más de cincuenta canciones que, además de geniales, suenan inconfundiblemente ajenas. Después las edita y distribuye en formato digi-pack, como sin duda le gustaría al artista inglés. Ustedes no tienen por qué saber (aunque deberían) que Elvis Costello está vivito y coleando; pues bien: aquí está la gracia de la historia.
       El caso es que el venerado compositor se presenta una tarde en la sede de la compañía discográfica para la que trabaja Olegario, exigiendo no sé qué porcentajes, ni se sabe qué dividendos, y vaya usted a saber qué derechos de reproducción. Olegario, que entonces se encuentra en una de las oficinas del fondo del pasillo, asoma por pura curiosidad su cabeza para ver qué está sucediendo en el vestíbulo. En ese momento, las miradas de los dos compositores se cruzan. Nuestro amigo reconoce al instante a su ídolo, que se encamina con paso firme hacia la mirada que tan intensamente le admira allá al fondo. 
     Ahora tómese usted su tiempo para decidir de quién hablamos cuando decimos “nuestro amigo”, porque yo, sinceramente, ya no lo tengo nada claro.

lunes, 12 de mayo de 2014

UN ERROR


       El científico se sienta en su sofá, se rasca detrás de la oreja y, después de espantar un par de moscas, descubre que la Teoría de la relatividad descansa sobre presupuestos erróneos. Se sirve una copa de vino, coge lápiz y papel (sonríe discretamente) y descuelga el teléfono del salón mientras ensucia unas cuartillas explicativas. Biiiip, biiiiip,... Sí, soy yo. Dame la extensión de Richards, tengo una noticia bomba. No, no, tú dámela. Vale, espero. (...) Ajá... bueno, pues pásame tú directamente. Ok. (Vuelve a sonreír, ahora abiertamente y con un punto de vanidad malsana). ¿Richards? ¿Estás ahí? Sí, todo bien, pero déjame explicarte... No, no es por eso, calla y escucha: Einstein se equivocaba. No, imbécil, ya sé que sabes que se equivocaba, maldita sea, pero te digo que se equivocaba de verdad, absolutamente en todo. No, no he estado bebiendo. ¡Te digo que no, que acabo de servirme la primera copa de vino en meses! Estaba sentado en mi sofá y... ¿Recuerdas aquel artículo que publicó, años atrás, un tal Hudson en Universal Science? Pues el caso es que estaba pensando en eso y... ¿Tienes papel a mano?
    Horas más tarde, el científico cuelga el teléfono y ríe ya histéricamente. Alterado, no sabe si celebrar su descubrimiento o recluirse durante días a investigar –todo tiempo es poco– las implicaciones del mismo. Provisionalmente se inclina por redactar su refutación de la Teoría de la relatividad, primero en lenguaje natural, más tarde en lenguaje matemático. La primera tarea le resulta complicada y superflua, pero se repite que, de cara a la divulgación popular, la comunidad científica debe –en la medida de lo posible– hacer inteligibles sus logros, máxime cuando se trata de descubrimientos tan revolucionarios. Teniendo siempre en mente la obra de T. Kuhn, La estructura de las revoluciones científicas, fantasea con la posibilidad de convertir su hallazgo en un best seller del siglo veintiuno. Cuando termina el esbozo de un posible guión, aderezado con frases sueltas que habrán de ser fundamentales en el transcurso de la obra, prepara café y comienza su demostración matemática. Richards, tal y como él esperaba, coincide en que lo más adecuado (antes de dar a conocer siquiera la borrosa intuición a las publicaciones especializadas) es precisamente eso: enviar una refutación definitiva que imposibilite la propagación de rumores e incertidumbres, pues estos podrían ensombrecer temporalmente su labor investigadora. Manos a la obra, se dice el científico. Vayamos paso por paso.
       Hacia las cuatro de la madrugada, sin saber todavía a ciencia cierta si se debe al cansancio extenuante que lo aborda desde hace un buen rato, el científico descubre un error en su demostración. No puede ser, vacila entre sorprendido e incrédulo, y revisa con ahínco todos los pasos desde el principio. Pero cuando llega al teorema del paso número ciento cuarenta y siete, el científico confirma la omisión de un paréntesis fatal, un absurdo signo recurrente que ha pasado por alto y que invalida con su restablecida presencia todo su trabajo. Muy poco dispuesto a dar su brazo a torcer, vuelve a enfocar la demostración, ahora desde presupuestos muy diferentes, pero respetando la idea de la refutación inicial. Recurriendo a fórmulas que en ningún momento de la noche creyó necesario emplear, el científico avanza a través de los instantes en la estructuración de la demostración matemática definitiva. Tras una pausa para el enésimo café encuentra, como por descuido, un cero que sobra a la derecha del paso doscientos quince y frunce el ceño desconsolado. Indeciblemente terco, el científico empieza de nuevo, etcétera, etcétera. Esparciendo sus papeles por el suelo del salón, se autoconvence de que una refutación de la Teoría de la relatividad es en sí motivo más que suficiente de orgullo, por mucho que él mismo no sea capaz de demostrar, en el transcurso de una sola noche, aquello que pretende. Quizás sea cierto que no puedo llegar tan lejos, que no seré (de momento) un T. Kuhn del siglo veintiuno, se dice en una pulsión de alegría atemperada. Mañana se lo contaré a Richards en la facultad.
        Al día siguiente, una figura indeterminada le espera en la puerta de su despacho. –No te lo vas a creer– le dice su colega entusiasmado –tenías toda la razón, lo he comprobado esta misma noche– asegura Richards blandiendo un manojo de folios cuadriculados. El científico fuerza un gesto de complicidad, abre la puerta de su despacho, invita a su amigo a entrar y, dirigiéndose al fondo de la habitación, dándole en todo momento la espalda a Richards, dispone del tiempo suficiente para ocultar en la manga de su chaqueta un abrecartas que yace sobre la mesa, un abrecartas con empuñadura de cuero, precioso, obsequio del propio Richards.

jueves, 8 de mayo de 2014

ROCAS


       Aproximándose a las rocas, horrorizado, Atreo descubrió que el cuento no lo estaba contando a él.



(Relato incluido en la antología Más allá de la medida, publicada por editorial Gens con motivo del I Premio Internacional de Microrrelatos "Museo de la Palabra")

lunes, 5 de mayo de 2014

HOMBRE INÚTIL


       La vida dista mucho de ser una celebración para Hombre Inútil, un extraño personaje que conocí en un viaje de negocios a la península de Estolequia. Me llamó la atención, en primer lugar, porque tuve que ayudarle a atarse los cordones de los zapatos en las escaleras del hotel donde nos alojábamos, y, en segundo lugar, porque me vi obligado a empujarle la cena por la garganta esa misma noche en el restaurante. La mañana siguiente recibí una llamada de Hombre Inútil por el teléfono interno del hotel; quería saber si podía ayudarle a vestirse. Hasta aquí hemos llegado, pensé mientras me encaminaba hacia su habitación, pero una vez crucé el umbral de la puerta, al verlo tan desvalido, opté por apaciguar mi excitado ánimo y cedí condescendiente. No puedo creer –le dije sin embargo– que usted no sea capaz de vestirse por sí mismo. Él se limitó a sonreír con una mueca bobalicona.
     Lo curioso del caso es que Hombre Inútil es un genio de los negocios. Sus principales valedores atestiguan que su olfato financiero no tiene rival en Wall Street y que varias veces ha estado a punto de ser el hombre del año en la revista Time. Precisa, eso sí, de una cohorte de intermediarios para llevar a cabo sus operaciones. Intermediarios que –eso me aseguró Hombre Inútil entonces– estaban en huelga por suspensión de pagos cuando coincidimos en aquel viaje a Estolequia.
       No voy a negar que el enterarme de su situación me hizo sentir muy poderoso. Podía pulverizar la influencia de Hombre Inútil en cuestión de días o, mejor incluso, podía aprovecharme de su astucia canalizándola en beneficio propio. Bastaba, según su propio testimonio y mi reciente experiencia, con dejarle encerrado en aquella estancia, completamente incomunicado. Si accede a colaborar, recuerdo haber considerado, me haré insultantemente rico: al diablo todos mis problemas. Lo até provisionalmente a una silla, bajé la persiana y desconecté el teléfono.
       Durante la primera media hora de interrogatorio –qué empresas suben, cuáles bajan– tan sólo fui capaz de arrancarle un par de frases aisladas, en absoluto relacionadas con el universo financiero. “Tengo hambre” decía finalmente, o “tengo frío”; una vez “quiero cagar” e, inmediatamente después, “límpiame el culo”. Me rendí transcurridos dos días; telefoneé a los servicios sociales desde mi teléfono móvil y cogí un avión de vuelta a casa. Durante el vuelo conjeturé que quizás Hombre Inútil se querellaría contra mí a causa del secuestro. Descarté esta opción por inconsistente: un hombre que no sabe atarse los cordones de los zapatos tampoco estará en condiciones de denunciar a nadie.
        Hoy, hojeando las noticias, descubro anonadado que Hombre Inútil ha sido galardonado con el Premio Nobel de economía. Sin soltar el periódico me encierro en el aseo –las ocho en punto: como un reloj– y relajo mis esfínteres mientras termino de leer un elogioso editorial centrado en los logros de mi antiguo secuestrado. Mi mujer, desde el dormitorio, pregunta si me queda mucho para acabar. “No”, contesto, “ahora, en un rato”. Quince minutos después le grito desde el váter “¡Cariño!” “¿Qué quieres?”, contesta. Sé sólo entonces que, si digo lo que se me está pasando por la cabeza, habré quemado mi último cartucho. Aferrado a una vaga corazonada, decido apostar: “¡Cariño! ¿Podrías hacer el favor de limpiarme el culo?”.