lunes, 31 de marzo de 2014

JAVIER Y YO


       Javier me está mirando con sus ojos cansados de siempre, me mira con tristeza, con niebla, acaso con arrepentimiento anticipado, porque sabe que mi pregunta no responde a un deseo de venganza, sino a un terco desatino que se ha incrustado como un proyectil en sus oídos ancianos. Sonríe, cavila, vuelve a encender su pipa gastada y, antes de contemplar siquiera la posibilidad de contestar, abraza con su visión esa estampa que la vetusta residencia para ancianos decide brindarle en este preciso instante de vuelta a la presencia, de retorno a este juego macabro intercalado en la senectud de camillas y sillas de ruedas que nos rodean. Marta ha muerto esta mañana y, según dicen algunas enfermeras, era la única persona con la que Javier ha entablado relación en el asilo a lo largo y ancho de estos últimos diez años –siempre y cuando obviemos la relación que nosotros dos venimos manteniendo desde que sus hijos, literalmente, lo abandonaron aquí a su suerte–. Pienso que quizás me he excedido esta vez, que probablemente él no tenga por qué soportar semejante intromisión en su vida –más bien en lo que esta última etapa de su vida haya podido ser o significar para él, para ambos–, y supongo que el ejercer de cuidador a tiempo parcial me sitúa en una posición un tanto tiránica, que esta labor –sin paños calientes– me ha transformado en una suerte de mozalbete autorizado a desplazar las múltiples conversaciones que mantenemos hacia el mismo punto (más por inconsciencia que por verdadero interés). O quizás no.
       En cierto modo la sed de conocimiento nos embelesa hasta cotas insospechadas: queremos saber, queremos saber que estamos sabiendo o que queremos saber, y Javier me puede proporcionar lo que busco, incluso aunque lo que busque no sea más que una justificación a mi trabajo, a mis remuneradas horas. ¿Qué puedo aportar a un anciano de ochenta y tantos años que se mea en los pantalones? Cuando uno cae en la cuenta de que no tiene nada que ofrecerle, además de cuidado y conversación constantes, se convierte en una especie de parásito que cree tener el derecho y el deber de escarbar en su alma, en su pasado, en sus ilusiones desbaratadas a lo largo de los años, y entonces la dialéctica se transforma en un juego perverso, en una balanza que sujetas con firmeza mientras tu adversario se pregunta qué diablos ha fallado para que él se encuentre en el extremo equivocado de la misma.
       Susurra entonces Javier que le repita la pregunta, que no sabe qué quiero decir, que está cansado –se disculpa– y que trate de explicarme mejor; pero sé que tiene tantas ganas de contestar como las tendría yo de examinar mi propio pasado, mi vida con Beatriz, mis estudios inacabados, mis fotos y mis huidas. Sé que su tiempo es también el mío porque trabajo aquí y, a fin de cuentas, ocupamos el mismo espacio, leemos los mismos periódicos y nos reímos con los mismos chistes. Javier y yo, después de todo, no somos tan distintos como pudiera parecer. Nunca había pensado en esto, pero creo que me alegro de que nos escuchemos el uno al otro. Me gustaría poder concluir, finalmente, que es el transcurso de esta sutil relación lo que me ha permitido formular mi pregunta con tanta naturalidad, y no tanto esta posición de superioridad que me otorga, como guardián de su memoria, la posesión virtual de muchos de sus recuerdos. Pero es mentira, maldita sea; en última instancia sólo estoy tratando de justificarme, de recompensarme incluso, y sé que él también puede intuir cómo trato de hacerlo. Obediente, más como un sátiro que como algo parecido a un amigo, repito la pregunta con otras palabras que resultan ser, para desgracia de ambos, más hirientes si cabe.
      Javier suspira al fin, suspira tratando de ahuyentar todo el aire del mundo como si le pesara un humo denso en los pulmones. Decide entonces levantarse del sofá que se ha agenciado en la sala de fumadores y, tras un esfuerzo considerable por permanecer erguido, se aleja sin despedirse, con una mueca que se debate entre el odio y la nostalgia. No va a contestarme, pero creo que su silencio es, con toda seguridad, la elección más razonable. Las enfermeras ya se lo han dejado claro más de una vez: “Tendremos que tomar cartas en el asunto si volvemos a verle hablando solo”.

jueves, 27 de marzo de 2014

ROBERT GRAVES


       Y claro que le dije que no, que un libro de semejante calibre no puede comprarse a medias jamás, a pesar de ser el primer número de la colección y por muy barato que resulte, que es una ganga, venga, sólo éste, son sólo cinco miserables euros, y que tengo una pila de libros esperándome en casa y es una tontería consumista, pero fíjate que está encuadernado en piel y cómo me gustan los libros que huelen a zapato, y además resulta que habíamos discutido y no sé qué más, y no seas cutre (y yo que no soporto que me llamen cutre), y que si yo tengo dos euros sueltos, y que yo tengo algo más, y una cosa lleva inexorablemente a la otra como un síntoma de la evidente necesidad de reconciliación. 
       Robert Graves, Los mitos griegos, RBA, año 2004. No he vuelto a comprar un libro a medias en mi vida. Elena lo colocó en un lugar privilegiado sobre nuestra estantería grande del salón y poco a poco fuimos olvidándonos de él como se olvidan tantos otros ridículos triunfos de la vida conyugal. Tres años después conocí a Rebeca en mis clases de arte. Una tarde hablamos de Homero, de Sófocles y de Eurípides y, sin saber muy bien cómo, terminamos por acostarnos juntos en mi casa antes de que Elena volviese de su curso de doctorado. Nos despedimos con suma cordialidad, prometiéndonos sin ganas que aquello no volvería a pasar. Antes de irse, ya en el umbral de la puerta, me pidió que le prestara el libro, ¿Cuál? Aquel del que me hablaste en la facultad. Y yo se lo dejé. Nos besamos, hasta otra, y se acabó el cuento.
       Elena me preguntó algunos días después que qué había hecho con el libro. Se lo dejé a un amigo que lo necesitaba. Vale, dice, pero procura que te lo devuelva, y cómo no me lo va a devolver, mujer, que es un libro bueno y es un buen amigo, pero podrías haberme avisado, que el libro no es sólo tuyo, y tú te crees que puedes hacerlo todo sin consultarme, pero no te pongas así por un puto libro que sólo compramos por hacer la coña, y que no es el libro, que es todo, en general, que te da igual siempre lo que yo tenga que decir, y que ya sabía yo que tú nunca podrías cambiar, y que estoy harta y además llevo unos días queriendo hablar contigo y ni siquiera tienes tiempo para mí, pero vamos a ver, no creo que tengas derecho a tomar ahora el libro como una excusa, di la verdad, sólo necesitabas una excusa y ya la tienes ¿no? Porque nunca has tenido el valor para decirme que todo se ha acabado, c'est fini, y sabes perfectamente que nada ha sido lo mismo desde entonces, (¡¿desde cuándo?!) y nunca volverá a serlo, y para qué vamos a engañarnos, y tú estarás contento, menudo cínico, hablarme así ahora, dónde está nuestra vida después de tres años de relación, tirada a la basura, vete a la mierda cabrón, y que te jodan a ti también, imbécil. Pues ¿sabes quién tiene el libro? Una compañera de clase, una tía que me tiré una tarde porque ya no me acordaba de lo que era echar un buen polvo.
       Y entonces ya no había vuelta atrás.
     Elena me dejó al día siguiente, cogió sus cosas y se fue. Años después ambos recordamos, tras un fortuito encuentro en una cafetería, lo bien que nos había ido juntos, lo mucho que nos echábamos de menos, la imposibilidad de volver a estar juntos algún día... comprendimos, en definitiva, que habíamos destrozado una de esas escasas oportunidades, la oportunidad de ser felices, de compartirlo absolutamente todo. Y todo por culpa de aquella decisión fatídica, por culpa de ese acto de estupidez premeditada. En noches como ésta, la voz de la conciencia resuena en las paredes de mi habitación. De acuerdo, he sido un inmoral. Pero en mi defensa tengo que decir que, desde luego, he aprendido la lección: nunca, jamás, bajo ningún concepto se debe comprar un libro a medias.

lunes, 24 de marzo de 2014

MALDICIÓN


       Cuenta la leyenda que, cuando el hombre quiso volverse racional, Dios se enfadó mucho y le obligó a publicar libros y más libros, para diseminar el conocimiento y tratar así de confundirle. El hombre llegó a la conclusión de que cada libro encierra una migaja de verdad (que era lo que Dios quería que el hombre pensara), pero no cayó en la cuenta de que Dios es un malnacido de mucho cuidado. Es por eso que siguen editándose obras como la Biblia o el Corán, y la gente las compra –e incluso las lee–, y tampoco faltan los radicales que se las adjudican directamente a Dios. Porque Dios es un malnacido, pero también es bastante astuto y le salió muy bien la jugada: El truco consiste en que ciertos libros no contienen verdad alguna.
       Duerma ahora usted tranquilo y no lo comente demasiado, no vaya a ser que le tachen de desagradable.

viernes, 21 de marzo de 2014

TERAPIA


       El avión Eduardo tiene verdadero pánico a transportar pasajeros en su interior. Muy especialmente teme a aquellos que lo pilotan, pues ya desde bien pequeño viene desarrollando una manifiesta repulsión por los aviones –o, en su defecto, personas– que pretenden imponerle obligaciones conductuales de cualquier tipo. La terapia de grupo, a la que lleva sometido una temporada, le resulta tediosa e inservible; es más, casi diría que le están tomando el pelo. Los psicólogos dicen que también conviene ponerse en el lugar de los pasajeros, pues aseguran que es común entre ellos el denominado “Miedo a volar”. Es increíble la cantidad de supersticiones que hay que soportar en esta vida, piensa el avión Eduardo mientras recuerda a Ícaro y Dédalo, pero sobre todo el ataque a Pearl Harbour y alguna otra cosa peor.

lunes, 17 de marzo de 2014

DEDICATORIA


       Eusebio no sólo se ha propuesto escribir un libro sobre la señorita Yupanki, sino que además tiene la intención de dedicárselo expresamente a ella –en parte porque la idolatra, pero sobre todo porque la ama–. Como Eusebio anhela fervorosamente verse correspondido, escoge siempre con detenimiento cada estructura sintáctica, cada palabra y cada punto y aparte. Redacta Eusebio, con férrea periodicidad, las diferentes experiencias que ha compartido con la señorita Yupanki, y profundiza en sus recuerdos para otorgar legitimidad y coherencia al borrador inicial. Tanto escarba Eusebio que termina por prestar atención a un insignificante personaje secundario (Dalia), una amiga de Yupanki que compartió con él quince minutos escasos, una vez, en alguna cafetería de la zona vieja de su ciudad, le preguntó su nombre, descaradamente sonrió, esa sonrisa de enigmática esfinge, de heroína descompuesta, y jamás volví a verla, qué más da, un rostro apagado y sin importancia, apenas un conato de recuerdo entre tantos otros recuerdos inservibles, pero esos ojos me los guardo, esas palabras que a través de la distancia aún se me presentan austeras y amigables, “pareces majo”, palabras tan tontas, tan propicias al olvido que no llega, tan varadas en el tiempo, tan inoportunas, y quizás volvamos a vernos, y los meses solapándose, y los años, los años todavía, las malditas noches de insomnio sin motivo aparente, las ojeras permanentes y las facciones desorientadas, maldito el libro, maldito el corazón, malditas las líneas que estoy escribiendo, dedicándole a Dalia, A mi dulce y perversa Dalia, mi Dalia ya tan lejana.

jueves, 13 de marzo de 2014

EL FIN DE LAS NOCHES


       De entre todos los casos de profesiones infravaloradas, quizás el más interesante sea el del señor Pelambres, usualmente encargado (aunque él no lo considere una carga en absoluto) de mostrar a sus eventuales compañeros de juerga el instante exacto en que la noche ha llegado a su fin. Pudiera interpretarse –erróneamente y restando a priori importancia a la ocupación del señor Pelambres– que la noche termina indudablemente a la llegada del amanecer. Lo que no se está teniendo en cuenta desde este ingenuo posicionamiento inicial es que, apenas ingerida la primera ronda de whiskys con soda, la noche puede llegar a dilatarse incluso hasta las diez cuarenta y cinco de la mañana siguiente, lanzándose de este modo por la borda todo signo de lúdica cordura en el colectivo afectado –y es en este punto donde la impecable labor del señor Pelambres entra en juego con magníficos resultados–. Abstemio por naturaleza, el señor Pelambres suele recurrir a una calculada sentencia que hace mella indefectiblemente en el subconsciente de sus acompañantes, por muy ebrios que éstos se hallen. Basta con que él deje escapar de sus labios un sonoro “Tengo la ligera sospecha de que la noche ha llegado a su fin” para que los truhanes a su cargo capten el mensaje y vuelvan, convencidos y sin rechistar, a sus respectivos hogares. Se rumorea últimamente que los servicios del señor Pelambres están subvencionados por el sindicato nacional de amas de casa, pero lo relevante del caso es que profesiones tan bellas sigan teniendo cabida en nuestra libertina sociedad.

lunes, 10 de marzo de 2014

PEQUEÑO MONSTRUO

       
       Pequeño Monstruo tiene el insufrible defecto de anticiparse siempre a mis pensamientos. De este modo, cada vez que decido escribir un cuento, él ya sabe cómo acabará y se enfada sobremanera si el final no es de su gusto. Algunas veces, desesperado, trato de galopar sobre el teclado de mi ordenador, sin ton ni son, para recluir mis propias ideas en el devenir del constante teclear, pero ni por éstas consigo dar esquinazo a la asombrosa facultad de Pequeño Monstruo. Otras veces llego a pensar que Pequeño Monstruo soy yo mismo, pero acabo rechazando esta conclusión porque, además de fantasiosa, me resulta indescriptiblemente aterradora.

jueves, 6 de marzo de 2014

SARA DURMIENDO


       Sara no sabe que, cuando a ella le da por dormir en el sofá, estando nosotros dos de sobremesa, el tiempo –literalmente– me ataca. Las manecillas del reloj que tenemos en la pared del salón se escapan de su cárcel-circunferencia y, sin previo aviso (pues tampoco Sara advierte la llegada de Morfeo cuando se está quedando dormida en el sofá), comienzan a repiquetear con sus extremos en mis sienes. Normalmente yo me enfado, pero suelo esperar pacientemente el despertar de Sara, que es en verdad lo único que puede aplacar la ira de las manecillas voladoras. Por cierto que cuando ella finalmente se despierta no me cree, y eso es lo peor de todo. Está convencida de que las marcas que tengo a ambos lados de la cara son de nacimiento, y así vive de engañada la pobre ingenua.

lunes, 3 de marzo de 2014

EL LIBRO PERFECTO


       El libro que fue considerado unánimemente por la crítica como “Libro perfecto” salió a la venta, como ustedes saben, el pasado día veintitrés de octubre. Desde entonces todas y cada una de las familias del mundo desarrollado se han hecho al menos con un ejemplar, y eso sin contar las existencias destinadas a bibliotecas, colegios, universidades y centros culturales de índole diversa. El problema es que, pasadas unas semanas desde la publicación del referido libro, los lectores ya no encuentran un ápice de sabiduría o diversión en las obras de Shakespeare, Cervantes o Borges (que tanto habían ilustrado a anteriores generaciones) y, precisamente por ello, ya no las compran. Ciertos eruditos se reúnen incluso para quemar públicamente el resto de libros, que no se encuentra ya a la altura de las circunstancias. Debido a ésta y otras razones, los editores implicados, a fin de esquivar la bancarrota, hemos decidido conjuntamente –y en asamblea extraordinaria– renunciar a próximas reediciones del Libro perfecto.
       Según aseguran nuestros colegas de las principales compañías discográficas, el celebrado “Disco perfecto” correrá –para desgracia de algunos– idéntica suerte.